martes, 30 de enero de 2007

Moral para Artistas

Moral para artistas

Animus

Me había pasado el día intentando dar con el nombre correcto para la pequeña conferencia que debía presentar el mes siguiente. El tema lo tenía resuelto hacía rato, sin embargo, siempre he creído que el nombre de las cosas dice mucho acerca de la cosa misma, y errar en él puede predisponer de manera definitiva a cualquier público.

No podría describir mi oficio sin gastar muchas líneas. Antes que todo, porque he llegado a comprender que tengo varios diferentes – aunque unos y otros se relacionen entre sí – y también, porque la definición cambia de manera alarmante en relación al público de que se trate. Para algunos, soy un académico y crítico de arte. Para otros, coleccionista. Para mi mismo, en realidad, soy antes que nada un comerciante.

Esta certeza acerca de mi mismo, esta inquietante conspiración de mis prioridades, seguramente tiene que ver con una frase que leí hace poco en una de las últimas novelas de Martín Amis. “Detrás de cada oficio se esconde un fetichismo” dice un personaje, y al reflexionar acerca de ello me he dado cuenta de la razón que tiene. ¿Coleccionar obras de arte? ¿Hablar sobre obras de arte? Nada de eso calma mi sed. En cambio, elegir una tela y pagar un monto, para luego venderla en otro más alto, eso sí me hace sentir vivo. Me hace saber que lo he hecho bien. Que mis instintos se mantienen intactos y que aún tengo ese toque mágico, que me permitir dar una ojeada y comprender en cuanto podré comprar y en cuanto podré vender. Hasta ahora, jamás me he equivocado.

¿Cómo comencé?

Pues como todo lo que se inicia en la vida. Por casualidad. A inicios de los ochenta, había terminado mis estudios de historia y teoría del arte, y sólo me faltaba escribir la tesis para graduarme en filosofía. No era demasiado pobre, gracias a mi familia, y sin embargo sabía que si deseaba vivir de la enseñanza y la investigación, no tendría más remedio que continuar mis estudios en el extranjero. En países como el mío, la academia es en extremo clasista, y los conocimientos que no se respaldan por el número correcto de PhD’s y publicaciones sirven de muy poco. Fue así como logré una beca del gobierno, y a los veintidós años me marché a Nueva York, a continuar mis estudios. Había decidido dedicarme a la estética, como era de imaginar si se considera mi formación mixta, y jamás había comprado una obra de arte en mi vida.

Cuando cursaba el segundo año, había conseguido un puesto de profesor auxiliar para los alumnos de pre - grado, lo que me permitió sumar a mi beca unos cuatrocientos dólares extra. Mi vida era sumamente ordenada, por lo que decidí ahorrar ese dinero para algún viaje durante las vacaciones. En ese hemisferio, como todos saben, el verano comienza en Junio. También en esa época terminan los exámenes y comienzan las vacaciones. Para Julio, yo tenía casi cinco mil dólares para gastar y un bonito viaje por Europa planificado. En esa época, el monto me parecía una fortuna. Jamás había tenido en las manos tanto dinero junto.

No pretendo entrar en detalles, ahora, acerca de ese viaje, que fue en extremo importante, también, por otros motivos, sino contar la anécdota que de una manera u otra me convirtió me empujó a convertirme en lo que soy. Había llegado a París en tren por la mañana – desde Barcelona – era apenas mi segunda semana de viaje, el que duraría casi dos meses. El hospedaje estudiantil en el que había reservado quedaba a un par de cuadras del Louvre, por lo apenas duchado y luego de dejar mis cosas en un deposito de seguridad, (y guardar bien los documentos y el dinero en una bolsa de género pegada a mi cuerpo) me dirigí al museo.

El famoso Louvre me pareció menos decepcionante que el Prado, aunque igualmente enorme e inabarcable. Caminé durante horas y horas por pasadizos y salas hasta que mis ojos se irritaron. Sin embargo, me era imposible detenerme, descansar, comer algo. Finalmente, con los pies amoratados y el estómago crujiendo, fui expulsado del lugar por la inminencia del cierre. Era cerca de las siete de la tarde, y un inesperado calor aún sofocaba el ambiente.

Caminé hacia la salida, algo mareado, hasta que me encontré sobre un puente, al borde del Sena. El hambre y la sed comenzaban a matarme, sin embargo, no paré en ningún lugar y me mantuve caminando con el mapa en la mano y buscando compulsivamente Montmartre. Un compañero de universidad me había pedido que visitara allí a un amigo suyo, y que le llevara un paquete de caramelos de los que – luego supe – era fanático. Me costó casi dos horas de caminatas y preguntas, dar con la Rue Legendre, y luego otros veinte minutos dar con el taller de Luca, el amigo pintor de mi compañero, ya que los números de las casas se encontraban definitivamente borrados.

Los años ochenta eran, aún, la época de la psicodelia, y París no escapaba a la moda, aunque como siempre, los franceses consiguen hacer una interpretación bastante personal de las corrientes, de manera tal que aquellos que lucía frenético en Nueva York, en París se mostraba, en cambio, nostálgico y logobre.

Luego de recorrer varias veces la misma calle, de pronto me encontré con una chica que salía de un pequeño pasaje que me recordó los antiguos cités de Santiago. Llevaba el pelo largo y tomado con un pañuelo. Jeans muy viejos y las manos manchadas de pintura. No sé por qué, pero su rostro y su manera de moverse me pareció extremadamente familiar, por lo que sin casi darme cuenta le pregunté por el número que buscaba. Lo hice en español, hablando rápido, olvidando por completo que me encontraba en otros país, y ahorrándome de una sola plumada la necesidad de soltar la misma francés en mi muy mal francés. La chica me sonrió y me dijo, también en español y con un leve acento del caribe… “es aquí mismo, pasa, pasa”… no se dio vuelta para que pudiera hablarle, y se alejó con pasos rápidos por la calle. La reja del pequeño pasaje había quedado abierta, por lo que simplemente entré. A mi alrededor habían al menos 5 puertas diferentes, por lo que me era imposible escoger una. Finalmente me decidí a tocar la primera y preguntar por Louis David. Así se llamaba el amigo de mi compañero.

Miré el reloj. Eran casi las diez de la noche, sin embargo supuse que en este ambiente bohemio no sería tan tarde como para escandalizar a los habitantes, y por cierto, no me equivoqué. Golpeé la puerta. A los pocos segundos me abrió un tipo joven, probablemente menor que yo, muy rubio y con los ojos visiblemente nublados por alguna droga.

Traté de tartamudear en francés, pero el chico me contestó con un inglés casi perfecto, aunque repleto de esos miles de sonidos guturales tan típicos de los galos.


Jamás podría ser un artista. No los entiendo ni me interesan.

Me limito a vivir en la fascinación por las obras y a considerar al creador como un simple medio para obtener, al fin del día, el producto concreto de sus manos. Una vez que he visto la obra, sólo veo al artista como una fábrica. Me interesa si es moderna o antigua. Me interesa el proceso productivo, y para mi conocer al ser humanos del que proviene un objeto, es tan importante como para un criador de caballos conocer el árbol genealógico de un potrillo. Un seguro. Una manera de proyectar como seguirá desarrollándose la obra. Cuando alcanzará su madurez. O por el contrario, para determinar si en un caso concreto, un buen intento de juventud es atribuible más bien a la suerte, y ese nombre jamás volverá a brillar en ninguna parte.

Y sin embargo, tengo una relación de extrema cautela al momento de dar a conocer estas verdades. Hay artistas poderosos. Como también otros sencillamente sensibles. He conocido a tipos que si me escucharan decir esto se negarían a venderme una de sus obras. Aunque les ofreciera una fortuna. Y como a mi no me agrada pagar de más, no me expongo al repudio del gremio, y me contento con dejar ver mi verdadera opinión tan diluida por la teoría y los vericuetos, que sólo aquellos suficientemente hábiles son capaces de comprender lo que realmente pienso. Y esos, los que comprenden, generalmente están de acuerdo conmigo o al menos casi nunca son artistas, por lo que el peligro no es demasiado. Mantengo lo más lejos posible mis transacciones de mis discursos. Y he aprendido a no ser conocido como comerciante a gran escala, protegiendo mi imagen a través de varias galerías casi sin utilidades, en las que no se vende, sino que se cultivan talentos. Si veo a un chico con futuro, primero me preocupo de hacerle conocido y luego lo envío con mucho cuidado y toda clase de consejos a otros lugares, de los que nadie, ni siquiera sus administradores, imagina que soy propietario.

Moral para psicólogos, es el nombre de un párrafo de “El Crepúsculo de los Idolos” de Nietzsche. En realidad poco trata acerca de psicología y considerando su época de publicación – bastante anterior a nuestro querido doctor Freud – difícilmente es posible pensar que lo que el filósofo entiende por psicología sea nada muy parecido a su definición actual. Sin embargo, la primera vez que tuve el libro en mis manos, años atrás, me llamó la atención el que ese párrafo de la Moral, estuviera ubicado inmediatamente antes, y sirviera como preámbulo de otro llamado “Sobre la psicología de los artistas”. Recuerdo que yo simplemente estaba ojeando el libro. No esperaba nada de él ni sentía mayor emoción frente a su autor, y más bien lo había cogido automáticamente desde uno de los muchos estantes de la biblioteca de mi padre mientras lo esperaba para hablar de algo que no recuerdo.

Sin embargo, al encontrarme con estos dos párrafos y sus títulos sentí la tentación de comenzar a leerlos.

Lo que ahora recuerdo de los textos, es menos de lo que saqué en claro. Y también, seguramente, mucho más. La creación, decía, requiere de un especial estado de ánimo. Requiere necesariamente de la embriaguez. El artista antes de acometer su obra, al momento de acometerla… requiere aquel mareo. Esa exaltación de los sentidos, sensual, dionisíaca. Esa pérdida de conciencia que lo libera de su propia naturaleza limitada, para crear algo perfecto, que en su perfección quiebra el conjuro de lo imposible…

Lo que el propio artista no es… su propia imperfección, es superada en la obra, de manera que el objeto creado termina siendo fruto de aquello que siendo matriz, se desborda por sobre sus bordes hasta destruir completamente el crisol.

Esas no son las palabras de Nietzsche, estoy seguro.. Tal vez ni siquiera es la idea que él hubiera querido dar de sus palabras, pero es la manera como yo las recuerdo, como recuerdo también que ese día, a los quince años, supe que sólo me interesaba ese fruto perfecto. Al tacho con la cáscara y la semilla.

Moral para artistas, así se llamaría la conferencia. Me senté frente al computador y escribí la frase al inicio de mis notas. La subrayé y guardé el archivo. Me pusé de pie y me fui a comer. Ya eran más de las dos de la tarde, y a las tres había fijado una reunión con una joven pintora que quería exponer en alguna de mis galerías.

Salí a la calle, soleada, pensando en mi conferencia. Se trataba de uno de esos diplomados de formación general para ejecutivos aburridos y dueñas de casa con mucho dinero y tiempo de sobra. De algún modo siempre lograba sentirme cómodo en esos ambientes. Tal vez porque esas personas difícilmente podrían entender lo difícil que es dedicarse a mi oficio sin vivir amenazado por la culpa, y por lo tanto, frente a ellos, nada de lo que pudiera decir podía hacerme sentir mal. La casi absoluta estupidez de alguno de los concurrentes me tenía sin cuidado, pues generalmente contrastaba con el interés de dos o tres auditores que realmente eran capaces de entender hacia donde iban mis reflexiones, y hasta ahora siempre había encontrado la manera de sacarme de encima las preguntas aburridas o demasiado tontas.

Sin embargo, no tardé en darme cuenta de que no hay nada peor que escupir al cielo, y que esta conferencia en particular, sería cualquier cosa menos olvidable.

II

Durante las semanas anteriores al cursillo, me había ido poco a poco olvidando de la sensación que me había producido la búsqueda del nombre para la conferencia. Sólo dos días después de haber anotado las palabras en el título de mis notas, había enviado un mensaje a los organizadores – una universidad privada de algún renombre – con la versión final para publicación. Las palabras “Moral para artistas” contendrían, en definitiva, un repaso por discursos puramente estético, al que agregaría una rápida pasada por la discusión clásica entre Adorno y sus seguidores y la inteligentia francesa, dirigida por monsieurs Lyotard y Foucoult. Pondría en la boca de Habermas el apelativo –neo conservadores- para criticar a los seguidores de Lyotard, y luego citaría la carta de este último a Tomás Carroll, el 15 de mayo de 1982, en la que culmina haciéndole presente al filósofo de Frunkfurt su ignorancia en materia de autores.

Un día antes de la presentación, mi secretaria me señaló que los organizadores habían llamado para confirmar mi presencia. Por un instante me sentí tentado a aprovechar esa absurda pregunta acerca de un compromiso adquirido y confirmado hacía tanto tiempo, y excusarme con cualquier motivo trivial, sin embargo mi presencia en lo que llamo el mundo académico me parecía importante para mi imagen. Como he dicho, mi negocio no sólo se basa en transar con obras que tienen un valor preestablecido, sino justamente el ser capaz de otorgar valor a aquellas que yo escojo. Obtenerlas por nada o casi nada, y luego transarlas y más o muchísimo más. Esto último, requiere mantenerse en forma, seguir siendo invitado a dar charlas y seminarios, y ser reconocido por la sociedad como un experto independiente, que sólo de vez en cuando compra o vende como un pasatiempo.

Confirme que ahí estaré, le dije, y volví a un montón de fotografías de un colectivo de jóvenes uruguayos que venían de exponer en Berlín. Nada que valiera la pena, nada que un ser humano quisiera tener colgado en su pared. Tampoco nada original, como para ser mostrado en espacios alternativos. En fin, ya eran cerca de los seis de la tarde por lo que decidí que ya estaba bien de fotos. Tenía una exposición en el Museo de Bellas artes a las siete, y me gusta andar con tiempo. Imprimí una copia de mis notas para darle una repasada, y salí de mi estudio.

El día siguiente anduvo sin mucha prisa hasta cerca de las cinco. Debía estar en la universidad a las seis, y quería llegar

Gossip

I

Avanza entre las calles sin mirar. Recuerdos. Piensa. Pero nada llega a su mente. Se ha bajado de la montura hace años. Pero no sabe bien, tampoco, cual es el nombre o el color de lo que siente. Una mujer se cruza en su camino y lo esquiva. Él no se da cuenta. Sólo escucha el sonido de la calle como si se tratara de un concierto. Sus ojos al mirar convierten cada detalle en una fotografía. Luego la guarda en algún lugar de la memoria. Sólo manchas. Formas. Cosas raras. El dolor lo ha anestesiado. Quieto. Quieto. Alguien a su lado hace ruido. Él mira. Siempre mira, aunque apenas recuerda quién es ese ser que lo acompaña.

Es Londres, 1985. Primavera.

Es primavera, eso lo recuerda, aunque recordar es un trabajo difícil, hace falta concentración y estar despierto, y él nunca está despierto ni concentrado. Le duele la cabeza. Por las tardes le ocurre eso, una punzada, justo sobre los ojos. Como un sombrero de copa afilado. Vamos, se dice tratando de ordenar un poco las cosas.

Su nombre es Mateo Alvear, eso lo sabe. Camina despacio por Trafalgar Square hacia Wardour Street en medio del aire tibio de una noche que recién comienza. Es Lunes. No sabe mucho más.

El rechinar de ruedas a su lado lo inquieta. Siente el roce de los cuerpos en el tumulto, tocándolo. ¿Ha dicho algo? Tal vez. No está seguro. A su lado, alguien se mantiene atento. No se logra alejar. Cree saber que su nombre es Paul. Lo mira con los ojos nublados. Paul es un chico pálido, maquillado, rubio y estúpido.

Sí. Tiene que ser Paul Rainer, piensa, y baja los ojos. Claro. Claro. Paul Rainer. El nombre queda flotando. Pero en realidad todo siempre queda flotando. Ruuuun. Se da vuelta. Un automóvil pasa cerca y siente una estela de aire sobre la oreja izquierda. Los ojos se le cierran instintivamente. Mira nuevamente a Paul Rainer. Él lo mira de vuelta con los ojos embrutecidos. Le dice algo, Mateo no entiende. Tampoco quiere saber más. Está bien. Que se quede ahí, a su lado, tampoco le gusta estar tanto tiempo solo.

Vuelve a abrir la boca. Este tipo es insoportable. ¿Comamos un Mc Donald? Dice. Mateo da vuelta el cuello y lo contempla. Ok, es cierto. Ahí está la tienda. A sus espaldas. Pero no puede siquiera pensar en masticar un pedazo de carne de vaca. Lo imagina. Manos. Pan tibio. Aroma a cebolla y pepiños. Carne de vaca estrujada y caliente. Siente como una bocanada de nauseas lo invade. Decide no contestar. Seguir caminando. Ya están cerca. Si Paul Rainer quiere comer cadáveres por él está bien. Pero nada ocurre. Simplemente giran en Wardour y Paul Rainer baja el rostro ofendido. Tu no me escuchas, ha dicho, pero Mateo tampoco responderá a eso. ¿Para qué?

II

Desde luego que hace falta, le habían dicho sus padres. Algo hay que hacer. Entonces surgió esta idea. Mateo la pensó durante semanas y luego consiguió que la psiquiatra lo recomendara. Así sería todo mucho más fácil, ¿No?. Para todos.

Después, cuando estuvo seguro, cuando supo que vendría a esta ciudad se prometió no hacer nada tonto. Nada que lo echara a perder. Suficiente había pensado. Suficientes palabras de adultos y explicaciones y psiquiátras. Mateo es casi un niño. Pero no lo sabe. Jamás lo ha sabido. Ahora tampoco. Ahora mucho menos. Sólo acepta las cosas. Buenos días. Buenos Noches. Muchas Gracias. Todo eso lo dice como un autómata. También a Paul Rainer, su improvisado hermano en este improvisado intercambio estudiantil. Mateo Alvear, el mejor alumno de literatura inglesa en un colegio caro y repleto de literatura inglesa. Mateo Alvear, el pequeño Mateo es enviado de intercambio a un prestigioso internado para jóvenes ricos en Londres. ¿Se entiende?

¿Algo así? Supongo. Es decir. Suponemos. Todo parece normal, aunque a Mateo Alvear nada le ocurre alrededor. Todo lo que pasa es sólo una replica de lo que le pasa a él, adentro, en algún punto de su voluntad que jamás sede. Le importa estar aquí, eso sí. Y escuchar como todo el mundo habla con ese acento rebuscado que él practicó día tras días, sólo por joder.

Este es un buen lugar para él. No quiere echarlo todo a perder. Aquí, su rostro blanco que contrasta con los labios casi morados está de moda. Muy bien, piensa, esto está muy bien. Aunque él nunca ha usado maquillaje, como los demás, como Paul Rainer, que se pasa horas frente al espejo para obtener esa palidez pegajosa, una copia apenas tímida del blanco fantasmal de Mateo.

Ya lo sabemos ¿no?

Dos adolescentes caminan por Wardour Streer. Mateo Alvear ha llegado a la ciudad unos meses antes, sus padres lo han enviado en un programa de intercambio estudiantil. Para ver si mejora, piensan, para ver si es posible. Mateo, en cambio, no piensa. Su mente pasa. Camina por la calle Wardour escuchando el sonido que producen las suelas de sus zapatos sobre la piedra y los adoquines. De vez en cuando mira de reojo a Paul, quien se detiene en cada vitrina, para confirmar su aspecto, para corregir los mechones de pelo que caen sobre su frente, y palpar el maquillaje blanco que cubre su rostro. El delineador que dibuja sus párpados para darle aquel aspecto lloroso que añora, y que a Mateo no le hace falta.

El cielo está despejado y corre un viento delgado y cálido. Londres no parece la ciudad brumosa de las postales, y el genero de las ropas negras que cubren a Mateo Alvear corre delicadamente por su piel. Lleva una camisa blanca, de seda, repleta de pequeños botones. Su cuello largo y lampiño se mantiene tieso, sosteniendo una cabeza cuadrada y simétrica. Mateo insulta las calles con su belleza. Nadie lo mira a los ojos. Escupe sus brazos largos y delgados, vomita en el rostro de los Punks, gritándoles justo encima de las orejas descubiertas, la angustia imposible de dos ojos perfectos, teñidos de petróleo.

Pero es completamente incapaz de saberlo. Su mente está apagada. No existen espejos que lo reflejen, hace años que no se mira. Es por eso que nada le importa, es por eso que ahora se siente bien, aunque tampoco lo sepa. Hay palabras que no tienen sentido, ha pensado antes, también, mientras reflexionaba acerca de los motivos por los que llegó tan lejos. Los mismos por los que sus padres de entonces no pudieron más. Pero ya sus pasos los han llevado hasta Meard Street, ese oscuro callejón por el que las tribus de adolescentes vestidos de negro hacen su aparición en la noche, el lugar se llama Gossip, the dark heart of Soho… en la esquina de la calle Dean. Es noche de Batcave.

III

Cuando Mateo subió las escaleras del Club respiró profundamente. El aroma a sudor lo fascinó, a pesar de su mutismo, a pesar de los ojos que lo atraviesan intrigados se siente protegido. Sonríe y mira hacia los costados. La multitud lo contempla, pero el no lo ve. Los cuerpos se mueven para dejarlo pasar. Las chicas murmuran y se hablan al oído, mientras él intenta que su cabeza despierte, que el sonido de la música lo atrape. Se queda quieto unos instantes, esperando algo y por fin, ahí está, los bajos se estrellan estridentes contra su pecho. Siente el sonido en la garganta, en las manos en los ojos y la música lo conduce hacia arriba, hacia el tumulto.

¡Mateo! Le dice una chica tomándolo del brazo. Es casi una niña, delgada y pálida, apenas maquillada. Lo mira con ternura, le habla al oído con voz infantil. Él por fin se da vuelta y la mira perdido, siente su mano aferrada a su brazo y recuerda por un instante las manos de su madre, sonriéndole despacio y llevándolo a la mesa del comedor para que comparta el té con la familia. Mateo no sabe quien es la chica que le habla. No recuerda nada de ese rostro, pero hay algo en ella que lo hace sentir mejor. Le sonríe y la toma de la mano. Si pudiera pensar, si sus ojos aún fueran capaces de traer a la mente imágenes claras, sabría que por la frente de la chica corren líneas de sudor salado que arrastran el maquillaje. Sabría que ha llorado. Que hace unas horas pensó en suicidarse. Si sus manos aún sintieran algo, podría saber que las manos de ella están húmedas y arden, pero nada de eso es posible. En su cabeza sólo resuenan voces que lo interrogan y una tristeza amarga que se le cuela hasta la garganta. Amarga y fría.

Suben juntos al segundo piso. Desde los enormes parlantes ocultos, suena la música de Sex Grang Children. Mateo mira a la chica a los ojos y la besa. No necesita hacerse preguntas. Mucho menos tratar de comprender algo. Toma con una mano el cuello de la muchacha y acerca su cabeza sin dejar de mirarla. La chica tiembla. Sus labios se abren y por un instante el sabor amargo de su propia boca se diluye. Trata de distinguir el sabor que llega a su lengua. Canela. Piensa..

IV

Paul los contempla apoyado en un muro, moviendo la cabeza al ritmo de la música y se arregla el pelo. Mira de reojo la mano de Mateo, que toma firme la delicada cintura de la chica mientras camina hacia el bar. Pide un vaso de agua mineral. Nunca ha tomado alcohol. En realidad jamás ha probado algo más fuerte que la leche. ¿Para qué? Lo que lleva dentro es más que suficiente, y tampoco quiere apagarlo.

Esta noche ha querido hacer algo distinto, aunque le es difícil saber de que habla. Tal vez se trate de la chica que lleva al lado. Tal vez otra cosa, completamente distinta. Si pudiera confiar en sí mismo, sabría que en realidad no la conoce. Que nunca antes han hablado, que la chica simplemente se ha vuelto loca por él y que después de llorar por horas ha decidido que si lo encuentra no lo dejará. Él no sabe que si la hubiera despreciado, ella habría caído al suelo frente a sus pies y se habría aferrado a sus piernas gritando y jurando que se mataría.

Pero nada está planeado. Eso sí lo sabe bien. Ese es su único consuelo. Ya no hay más cuentos largos que sirvan para llenar de sentido la estupidez de otros. Batcave huele a sudor, la chica a su lado huele a maquillaje. Mateo jamás ha olido a nada que se pueda reconocer. Quizá huele a sí mismo. No es posible saberlo.

Mira de nuevo a la chica, le grita algo al oído. Virginia, contesta ella sonriente, y lo besa en los labios. Él la toma por la cintura mientras intenta comprender cuanto depende la belleza de una cintura diminuta, de la manera en que las vértebras se quiebran bajo sus brazos. Tampoco lo logra y suspira impaciente. La besa con rabia. La lleva a un rincón y acaricia su cuerpo. No siente casi nada. Tal vez un sabor leve a canela. No le extraña que sus padres no entiendan nada. Después de todo, lo que ocurrió no fue tan grave. Pero para Mateo las palabras son toda. Las palabras tienen que tener algún sentido, y por eso ha leído toda su vida, sin parar. Por eso, hasta ahora, hasta que llegó a Londres, con su Inglés anquilosado de Macbeth, de Yeats, de Nabovok… de Williams, jamás se sintió parte de la realidad, jamás tuvo ni siquiera una idea de lo que eso pudiera significar.
Corpus

Los artistas viven pidiendo ser respetados. Creo que es su frase favorita. Me imagino que algo parecido debe ocurrir con las abejas reinas al interior de un panal. Ellos saben que son artistas, como la abeja reina sabe cual es su posición, y sin embargo, a diferencia del mundo perfecto del panal, no todos quienes vivimos alrededor de la nobleza sabemos reconocerla para alimentarla sólo con jalea real.

Es por eso que la posibilidad de reconocer a un artista es uno de los pocos rasgos innatos de los que puedo hablar con propiedad. Basta una par de trazos y ya se como va. ¿Si me he equivocado?

¿Quién sabe? Mis cánones son tan subjetivos como cualquier otro. ¿Quién lo decía? ¿Flaubert? Los artistas son principes de la ciudad. Hay quienes piensan que sí, como un viejo amigo, Joaquín Mejía. Muy buen pintor y uno de los pocos del gremio con el que he logrado mantener una relación totalmente honesta.

Hace algunos meses, Joaquín me relató la siguiente historia. Hace años, él estaba en Nueva York, visitando a una chica americana a la que había conocido meses antes en Santiago. Luego de un breve romance - mutilado por la necesidad de la chica de volver a sus estudios, luego de una de esas largas vacaciones que suelen permitirse los jóvenes de clase media de los países ricos – mi amigo se sentía definitivamente enamorado. Había reunido centavo a centavo el dinero para el viaje y un día cualquiera de septiembre tomó el avión rumbo al norte. Por ese entonces, mediados de los noventa, él tenía poco más de veinte años y estudiaba artes plásticas en la Universidad de Chile. Ella era algo más joven, y cursaba el tercer año en un College de Nueva York.

Mi amigo me comentaba que al principio, cuando ella partió, sólo pensaba en como volver a verla. Luego, al planear el viaje, y darse cuenta de lo difícil que era reunir el dinero que hacía falta, con un salario miserable de mesero y algunas propinas, comenzó a preguntarse si valía la pena. Serían a lo sumo dos o tres semanas. ¿Para qué? Se había preguntado. ¿Para volver más enamorado?; ¿Para quedarse en Estados Unidos como ilegal a la espera de algún milagro?

Sin embargo, cuando en lugar de esas reflexiones, volvía a pensar en la sonrisa de su July, en la voz de su July, entonces todas las dudas se esfumaban y sólo podía pensar en volver a tenerla entre los brazos. Ya veremos, se había dicho, y dedicó en adelante cada instante libre a ganar dinero para reunir los dos mil dólares que le hacían falta.

Llegó al Aeropuerto JFK cerca de las once de la mañana y luego de una penosa pasada por la aduana - en la que un oficial latino, vestido de blanco impecable y con una aparatosa credencial con el nombre Richard T. Gómez en la solapa, decidió olvidar de improviso el idioma que, con toda seguridad, hablaba con sus padres o abuelos cada día - salió al enorme espacio en el que los viajeros son recibidos. July había quedado en ir a buscarlo. Había decidido faltar unos días al Colegio para pasarlos con él en la ciudad, y mi amigo ya estaba nervioso ante la sola idea de volver a verla. Sin embargo, en medio del tumulto, no era capaz de encontrar ese rostro conocido por el que había cruzado medio planeta. Se dedicó a pasear por todos los puntos evidentes, levantando el cuello por sobre la cabeza de las cientos de personas apuradas y movedizas sin resultado, hasta que de pronto vio a un hombre de aspecto árabe que sostenía un cartel con su nombre. Al principio pensó que se trataba de un error, sin embargo ahí estaba, cada letra, una tras otra, hasta completas perfectamente sus datos. Mi amigo en ese tiempo no hablaba más inglés que el de un colegio público chileno, vale decir, no lo hablaba, y sin embargo no le quedó más que acercase al tipo del cartel para confirmar la situación. Luego de varios minutos, y por medio de gestos y palabras sueltas logró comprender que July no vendría, que algo había ocurrido y que el taxi lo llevaría a su hotel. Su desconcierto fue enorme, sin embargo pensó que por ahora no tendría manera de enterarse de nada, y decidió esperar a sentarse con calma en su habitación para llamar por teléfono a la chica y terminar de comprender lo que ocurría.

El taxi lo condujo, primero, por carreteras antiguas aunque en muy buen estado, hasta que se metió por un puente hacia Manhattan. Su hotel quedaba en un sector que, le habían garantizado, era muy céntrico, y en efecto luego de unos cuarenta minutos se encontró en medio de calles que le resultaron increiblemente familiares – debido a las miles de películas ambientadas en NY, pensó –

El Hotel tenía un nombre suficientemente clásico como para que él lo olvidara, aunque sí recuerda bien que se encontraba en la calle cuarenta y siete, casi en la esquina con la sexta avenida. Cuando intentó enterarse del precio del taxi, el árabe le dio a entender que ya se encontraba pagado, por lo que bajó a la acera con su único bolso colgado del brazo, y en la mano un tubo de cartón para planos, en el que llevaba una tela que había pintado para July.

Una vez abajo, se dio cuenta de que el otoño nórdico lo estaba comenzando a congelar, y que no traía consigo nada más abrigado que una delgada chaqueta de paño. Sin embargo, y a pesar de la angustia que sentía por la inesperada ausencia de July, miró a su alrededor y sintió una muy leve sensación de alegría. Podía sentir en la piel una energía extraña que venía desde el suelo de la ciudad. Respiró profundo y entró en el hotel. A partir de ese instante, la historia se vuelve interesante.

Al llegar al mesón, una chica oriental le pidió sus papales de reserva. Al darse cuenta de que él sólo hablaba español fue en busca de otra chica, de origen portorriqueño, quien con gran amabilidad le indicó la manera de llenar los documentos de ingreso. El hotel consistía en un antiguo edificio, no muy grande, pero limpio y bien cuidado. Mi amigo pensó que se trataba de la imagen misma de lo que debía ser un hotel de tres estrellas. Frente al mesón de recepción, de marmolina verde, otro más pequeño, del mismo material en el que se leía la palabra: Concergerie. Al otro extremo, una especie de sala con un pequeño bar. Todo, según recuerdo, con un estilo sobrio de los años setenta que se le quedó grabado en la memoria.

Luego de ingresar sus datos, la chica oriental le dijo algo a su colega latina, quien le entregó un sobre con su nombre. Mi amigo lo miró y supuso que se trataba de una nota de July, y se animó de inmediato. Lo abrió y en su interior se encontró con un papel tipo formulario. Message: Meet on Central Park South, Simon Bolivar Statue; 15:00 PM; Love. J.

Aún con su inglés casi inexistente, el hombre se alegró enormemente. Todo había sido una mala jugada de la fortuna, July no había podido llegar al aeropuerto pero había mandado el taxi, y le había dejado esa nota para encontrarse en pocas horas. Miró su reloj. Casi la una. Perfecto, pensó, recordando que entre las indicaciones del hotel estaba el hecho de encontrarse no tan lejos de Central Park. En ese instante, recuerdo, se río mientras contaba la historia, pues si bien el dato era exacto, el no sabía que un lugar en Central Park bien podía estar muy cerca del hotel o muy pero muy lejos. Sin embargo, la chica de Puerto Rico no se demoró en mostrarle con destreza un mapa de la ciudad y dibujarle la manera en la que podía llegar en unos veinte minutos de caminata. A la vez, le señaló que no tenía manera de perderse al buscar la estatua de Simón Bolivar, que se encontraba prácticamente a la entrada del parque.

Así las cosas, tomó la llave metálica que le extendieron, y subió por sus propios medios el ascensor hasta el piso 5, habitación 502.

II

Al entrar en el cuarto, sintió de inmediato una sensación extraña. Uno de esos presentimientos de los que suelen hablar las mujeres mayores, y que hasta ese instante jamás había entendido, sin embargo, al poco rato lo atribuyó simplemente al calor provocado por dos antiguos radiadores, encargados de mantener la habitación aislada del frío. Dejó el bolso sobre la cama y caminó hacia el baño. La pequeña habitación estaba cubierta de azulejos blancos, gastados pero pulcramente mantenidos. Una pequeña tina con ducha, lavamanos y water. Volvió al cuarto principal y descorrió una viejas y gruesas cortinas que debieron ser rojas en alguna época, pero que con el tiempo habían alcanzado un indefinido color café. Tras la ventana observó una colección de techos y mucho más lejos, una calle ancha. No pudo saber si se trataba de la séptima avenida o tal vez la sexta o la quinta. Comenzaba a llover.

Abrió el bolso y sacó ropa limpia. Pensó que se vería obligado a comprar un paraguas. O quizás en el hotel le podrían prestar uno. Se duchó lentamente, disfrutando del agua que salía a borbotones e hirviendo. Luego se vistió con la ropa más abrigada que encontró y salió hacia el pasillo. Miró el reloj y comprobó que ya eran las dos de la tarde.

En el lobby, intentó buscar con la mirada a la chica latina, pero no la encontró. En cambio, un joven rubio y con el pelo muy corto se le acercó preguntado si quería un taxi. Sólo entendió esa palabra, e instintivamente dijo que no con la cabeza. Entonces le preguntó por un paraguas. Sin palabras, le hizo varios gestos sencillos que el empleado no tuvo problemas en entender. Caminó unos pasos y le entregó un paraguas azul en el que alguna vez estuvo dibujado el nombre y escudo del hotel. Así armado, salió a la calle, llevando en la otra mano el mapa con las indicaciones. A su alrededor, todo los olores le parecían nuevos, y el viaje se le hizo increíblemente corto, a pesar del frío. Cada cierto rato, aparecía una estación de metro, y a sus costados las clásicas rejillas de ventilación desde las que exhalaba un tenue vapor cálido. Él paraba unos segundos para entrar en calor y continuaba la marcha, pensando en que todas las ciudades del mundo debieran dividirse en calles y avenidas numeradas. Sólo tuvo que caminar hasta la quinta avenida, y luego ir pasando una a una las cortas cuadras que separaban la calle cuarenta y siete de la cincuenta y nueve. No se le ocurría cosa más sencilla que seguir un mapa en Nueva York.

Cuando llegó a la orilla del parque, tuvo su primera gran impresión acerca de la ciudad. El Central Park se le apareció de improviso, inmensamente más grande de lo que imaginó y sublime sobre su gruesa alfombra de hojas secas. La lluvia caía delgada sobre los arboles rojizos, y una tenue neblina parecía cubrirlo todo. Recuerda que en ese momento olvidó completamente que era un artista. Por el contrario, cualquier idea figurativa le pareció imposible. Sólo recordó a su July y sintió como el estomago se le encogía. Miró el reloj. Aún quedaba más de media hora. Cruzó la calle a la altura del hotel plaza y comenzó a caminar hacia por el borde del parque. A su izquierda, a unos cien metros identificó la famosa estatua de Simón Bolivar. No se fue directamente hacia ella, en cambio, decidió caminar hacia el interior unos pasos. No quería pasarse el tiempo parado y mirando el reloj, y la idea de caminar por el pasto le pareció agradable. Entró a un pequeño sendero de piedra de esos por los que todos hemos visto correr a mujeres bonitas o asesinos en serie en la mitad de las películas norteamericanas, y dejó que sus pasos lo guiarán hasta una enorme laguna que – luego supo – era conocida como The Pond.

La vista le resultó casi imposible de relatar. Pensó en otras maravillas que había conocido. En el sur de Chile, en la laguna San Rafael, en las ruinas de Machu-Pichu. Qué tiene este lugar, se preguntó, que sin tener esa espectacularidad le parecía tan irrecreable. En ese entonces, no lo supo, hoy no tiene duda. Se trata del contraste. Es como si la laguna San Rafal estuviera a la vuelta de tu casa, en la esquina de Salvador con Providencia.

Frente a la laguna se quedó parado varios minutos. Si no hubiera estado lloviendo, se habría sentado – pensó- pero llovía, y ya sólo faltaban diez minutos, por lo que decidió comenzar a caminar hacia la estatua. El agua se le colaba en el cuerpo. Tenía frío y sin embargo su humor había mejorado mucho.
Dafneforias

I

Había llegado a preguntarse acerca de todo. Había repasado cada palabra hasta convertirla en aquel sin sentido originario del que todo niño ha sido testigo.

Jamón. Jamón. Jamón.

Preguntar o preguntarse, después de todo, es un acto totalmente inútil, pues el idioma de las preguntas jamás es el mismo que el de las respuestas.

No quedan más preguntas por hacerme, se había dicho días antes, sin reparar en lo absurdo de sus palabras ni en la imperdonable vulgaridad de la renuncia. Irse, había pensado. Tomar el par de papeles escritos, y con la vaga idea de que lo dicho pudiera significar algo… dejar las llaves puestas y las cañerías corriendo hasta inundar todo lo que se pudiera…

La última pregunta fue la menos relevante.

¿Podré irme ahora?

O quizá, planteado de otra forma muy parecida, cobrara algún sentido:

Un modo de comenzar sería irme ahora.

De todo esto tengo sólo ideas difusas. No he tenido el placer de escuchar sus pensamientos, por lo que gran parte de mis reflexiones acerca de estos hechos no son más que inventos de mi propia imaginación. Los hechos mismos, en cambio, están ahí, tan concretos como las palabras puedan fijarlos.

II

Comienza, entonces, con un diálogo:

¿El señor Montes, supongo? Ha dicho una mujer, parada frente a la puerta de un departamento casi vacío. Si alguien hubiera tenido el cuidado de verificarlo – por ejemplo mirando el reloj – podríamos estar seguros de que a las tres de la tarde había comenzado a llover.

Una mujer joven y pálida ha tocado con los nudillos la puerta de madera antigua de un departamento del Centro. Sus uñas están pintadas de un rojo intenso. Al mismo tiempo, ha escuchado del otro lado de la puerta el timbre de un teléfono. Se pregunta si será posible. Si alguien podría haber llamado para advertirle, pero lo duda. Se mira las manos y las uñas recién pintadas, y luego respira profundamente.

Con los nudillos golpea nuevamente sobre la madera. Trata de escuchar.

Dentro del departamento debiera haber alguien, y de hecho lo hay. Es un hombre. También joven, tal vez un poco mayor que la chica. Unos veinticinco años a lo sumo. Ella no conoce su nombre, pero eso no es nada raro. Todos los llaman Exequiel, y para ella es suficiente. Sabe perfectamente quien es.

Sabemos que el hombre abrirá la puerta en cualquier momento y dejará que la mujer entre.

Pero aún es pronto.

No abre. Escucha a través de la puerta y pregunta algo.

La mujer repite las mismas palabras:

¿El señor Montes, Supongo?

Desde el otro lado de la puerta alguien le responde:

Eso depende de quien pregunte;

La mujer no alcanza a entender. Golpea nuevamente.

El hombre abre apenas, asoma la nariz y los ojos. Aún tiene puesta la cadena de seguridad:

Ella se aleja un paso:

¿El señor Montes, Supongo?

El hombre abre unos centímetros más la puerta, sin quitar la cadena:

Eso depende de quien pregunte;

Ahora es ella quien lo mira. Se tapa la boca con la mano intentado evitar algo. Se aprieta los labios y la nariz con angustia. Luego desiste y un ruido sordo se escapa de su garganta: Ríe. Sin parar. No puede evitarlo.

Es 1986 y en Santiago de Chile se anuncian lluvias.






III

Vivir de tal modo que ya no tenga sentido vivir… vivir para la muerte, sólo confiando en la existencia de algo que no es esta vida… como si todo fuera sólo un paréntesis. Los caramelos de menta esparcidos en la sala de espera de una consulta, tras la cual, irremediablemente, alguien nos diagnosticará un tumor terminal. Así no, se ha dicho. No de esa manera.

Entonces ha sentido los golpes sobre la madera. No los esperaba, no ahora. Aunque las claves existan, aunque todos estos meses sólo hubieran tenido sentido porque esto podría ocurrir.

¿Cómo partir, se ha dicho? ¿Cómo explicar a quien sea que ha llegado hasta aquí, que ya estoy fuera? Sonríe.

Suena el teléfono. No sabe si contestar o ver quien llama a la puerta. A pesar de sus decisiones de último minuto, la costumbre lo hace coger la pistola cargada. Martilla. La deja en el aire. Tomo el teléfono.

No abras, le dicen del otro lado de la línea. Luego cuelgan.

Exequiel se ríe de sí mismo. ¿Quién mierda sabe?

Camina con el arma en la mano. Mira hacia atrás. Hacia una ventana abierta que da al parque y alcanza a respirar algo del olor de la lluvia.

¿Quién es? Grita a través de la puerta sin abrirla.

¿El señor Montes, Supongo? Dice una voz desde el otro lado.

Esa es la clave.

Se rasca la cabeza, y contempla la absurda posición en la que se encuentra. El teléfono le ha advertido que se trata de una trampa. Sin embargo el teléfono no es más seguro que la contraseña.

Se vuelve a reír de sí mismo. Ya ha decido dejarlo todo. Jugará cualquier carta, qué importa.

Eso depende de quien pregunte; vomita maquinalmente.

Al parecer no lo han escuchado. Una voz de mujer repite la clave desde el pasillo. Exequiel siente curiosidad y decide ir más lejos. Abre la puerta sin quitar la cadena. Sabe que es un acto estúpido. Que es casi seguro que lo recibirá un balazo en plena cara, y sin embargo estira la mano hacia la manilla, quita los seguros y empuja la puerta sólo un poco, pero bruscamente, mientras en la otra mano lleva la pistola que mira, tuerta, a través de la rendija.

Afuera, se escucha el silencio. Por un instante siente miedo. Una mujer lo mira con ojos de animal asustado y sin embargo, le parece demasiado bonita.

La mujer da un paso atrás bruscamente. Exequiel reacciona atento. Está a punto de disparar pero se detiene.

Esto no es una trampa, estúpidos.

Su mente rueda. Maldice a quienes reclutan universitarias aburridas de tanta saciedad, de tantos padres ricos. Esto no sirve de nada.

¿Qué significa esta mierda? Piensa y se toma la cabeza con la única mano libre.

¡¿A quién se le ocurre mandarme a esta chica?!

¿El señor Montes, Supongo? Repite la mujer con voz tranquila.

Eso depende de quien pregunte; contesta él, y espera la culminación de la clave sin quitarle los ojos de encima.

Entonces, sin explicación, ella comienza a reír.

IV

La chica que hasta hace unos momentos se reía sin motivo, por fin se ha calmado. Contempla al hombre con vergüenza. No es esta la manera en la que había imaginado comportarse, y sin embargo el hombre al que hemos llamado Exequiel, ha sonreído y está a punto de abrir completamente la puerta.

La mujer aferra el libro compulsivamente. Le han dicho que él ya no es de confianza, que debe tener cuidado, que por ahora sigue adentro, pero que debe sospechar de todo.

Ella sólo debe dejar el libro y repetir unas pocas instrucciones de memoria. Luego saldrá por la puerta y caminará hasta el metro. Eso es todo.

Exequiel por fin abre la puerta. Mira a la mujer a los ojos y vuelve a sonreír. No ha pensado en hacerlo. Ni ahora ni antes. Ha bajado la pistola y la sostiene detrás de la espalda. Pone el seguro del arma por puro reflejo. Ya se siente seguro.

Esta chica no va a matarme, se dice con aburrimiento y la mira nuevamente. Es ella la que tiene miedo de quien soy. No de mi rostro presente ni de mi cuerpo, sino de mi historia y de todo lo que le habrán contado. Yo en cambio sólo tengo miedo de sus ojos, demasiado verdes para ser azules.

La mujer lo ve sonreír y el miedo vuelve. Respira. Este hombre podría matarme, piensa. Quizás me mate. Piensa.

Cuando el hombre abre la puerta, la mujer está demasiado avergonzada para actuar del modo correcto. Lleva demasiado tiempo pensando. Analizando. Siente que algo está mal y que ella no debería estar parada ahí, junto a esa puerta, riendo a carcajadas.

Por eso lo mira a los ojos. Por eso necesita disculparse en cada gesto. Aún no sabe como pudo ocurrir. Que le ha pasado a sus labios que se han descontrolado de manera tan absurdo.

De pronto cada suceso, cada palabra en clave, le ha parecido la más oscura de las bromas. Es sólo eso.

Pensar en las palabras en clave la trastorna, intenta recordar el fin de la contraseña pero sabe que será imposible, que comenzaría nuevamente a reír. No dice nada. Tiene ganas de ir al baño. Cruza instintivamente las piernas para contenerse. El hombre lo nota. Su rostro se mantiene inmutable, a la espera de algo que ya no llegará.

¿Tienes un baño? Dice de pronto y sabe que con cada palabra las cosas empeoran.

Él le hace un gesto con la mano. No está desconcertado. Sólo siente curiosidad. Esa puerta, dice. Ella camina. El departamento es enorme y en la sala casi no hay muebles. Sólo libros esparcidos por todas partes y algunas fotografías de calles. Ella supone que es Europa. Algo sabe de la persona que tiene enfrente.

La chica se mueve despacio, intentado no mirar hacia atrás. Sabe que está dándole la espalda, pero pensar en que él pueda matarla así, ahora, antes de haber ido al baño la hace volver a reír. Por fin llega a la puerta, la abre despacio y luego la cierra de un golpe. Sus manos bajan telas y cierres apresuradas. Cae en la tasa. Suelta un chorro fuerte y sonoro qué, está segura, es audible desde el lugar en el que se encuentra Exequiel.

Comienza a reír a carcajadas. Ha sentido vergüenza. Ella que sabe que este hombre puede aún matarla, sólo está preocupada del sonido de la orina rebotando contra el agua del estanque. Se limpia apurada. Se lava las manos con jabón y vuelve a la sala con el libro aferrado en la mano.

El hombre ya no está.

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