martes, 30 de enero de 2007

Borradores de Novelas

Aquí encontrarán algunos borradores de Novelas. La última de abajo, a su derecha, se llama La Soledad. Sobre ella, encontrarán Espejos. El Coleccionista y Moral para artistas. En esta caso, no atiendan mucho los nombres, pues se trata de variaciones sobre un mismo tema.

Ojalá las disfruten, y como ninguna está terminada, tengan ganas de leer más... y yo... de escribir más...


Un abrazo a todos,




Julián

Moral para Artistas

Moral para artistas

Animus

Me había pasado el día intentando dar con el nombre correcto para la pequeña conferencia que debía presentar el mes siguiente. El tema lo tenía resuelto hacía rato, sin embargo, siempre he creído que el nombre de las cosas dice mucho acerca de la cosa misma, y errar en él puede predisponer de manera definitiva a cualquier público.

No podría describir mi oficio sin gastar muchas líneas. Antes que todo, porque he llegado a comprender que tengo varios diferentes – aunque unos y otros se relacionen entre sí – y también, porque la definición cambia de manera alarmante en relación al público de que se trate. Para algunos, soy un académico y crítico de arte. Para otros, coleccionista. Para mi mismo, en realidad, soy antes que nada un comerciante.

Esta certeza acerca de mi mismo, esta inquietante conspiración de mis prioridades, seguramente tiene que ver con una frase que leí hace poco en una de las últimas novelas de Martín Amis. “Detrás de cada oficio se esconde un fetichismo” dice un personaje, y al reflexionar acerca de ello me he dado cuenta de la razón que tiene. ¿Coleccionar obras de arte? ¿Hablar sobre obras de arte? Nada de eso calma mi sed. En cambio, elegir una tela y pagar un monto, para luego venderla en otro más alto, eso sí me hace sentir vivo. Me hace saber que lo he hecho bien. Que mis instintos se mantienen intactos y que aún tengo ese toque mágico, que me permitir dar una ojeada y comprender en cuanto podré comprar y en cuanto podré vender. Hasta ahora, jamás me he equivocado.

¿Cómo comencé?

Pues como todo lo que se inicia en la vida. Por casualidad. A inicios de los ochenta, había terminado mis estudios de historia y teoría del arte, y sólo me faltaba escribir la tesis para graduarme en filosofía. No era demasiado pobre, gracias a mi familia, y sin embargo sabía que si deseaba vivir de la enseñanza y la investigación, no tendría más remedio que continuar mis estudios en el extranjero. En países como el mío, la academia es en extremo clasista, y los conocimientos que no se respaldan por el número correcto de PhD’s y publicaciones sirven de muy poco. Fue así como logré una beca del gobierno, y a los veintidós años me marché a Nueva York, a continuar mis estudios. Había decidido dedicarme a la estética, como era de imaginar si se considera mi formación mixta, y jamás había comprado una obra de arte en mi vida.

Cuando cursaba el segundo año, había conseguido un puesto de profesor auxiliar para los alumnos de pre - grado, lo que me permitió sumar a mi beca unos cuatrocientos dólares extra. Mi vida era sumamente ordenada, por lo que decidí ahorrar ese dinero para algún viaje durante las vacaciones. En ese hemisferio, como todos saben, el verano comienza en Junio. También en esa época terminan los exámenes y comienzan las vacaciones. Para Julio, yo tenía casi cinco mil dólares para gastar y un bonito viaje por Europa planificado. En esa época, el monto me parecía una fortuna. Jamás había tenido en las manos tanto dinero junto.

No pretendo entrar en detalles, ahora, acerca de ese viaje, que fue en extremo importante, también, por otros motivos, sino contar la anécdota que de una manera u otra me convirtió me empujó a convertirme en lo que soy. Había llegado a París en tren por la mañana – desde Barcelona – era apenas mi segunda semana de viaje, el que duraría casi dos meses. El hospedaje estudiantil en el que había reservado quedaba a un par de cuadras del Louvre, por lo apenas duchado y luego de dejar mis cosas en un deposito de seguridad, (y guardar bien los documentos y el dinero en una bolsa de género pegada a mi cuerpo) me dirigí al museo.

El famoso Louvre me pareció menos decepcionante que el Prado, aunque igualmente enorme e inabarcable. Caminé durante horas y horas por pasadizos y salas hasta que mis ojos se irritaron. Sin embargo, me era imposible detenerme, descansar, comer algo. Finalmente, con los pies amoratados y el estómago crujiendo, fui expulsado del lugar por la inminencia del cierre. Era cerca de las siete de la tarde, y un inesperado calor aún sofocaba el ambiente.

Caminé hacia la salida, algo mareado, hasta que me encontré sobre un puente, al borde del Sena. El hambre y la sed comenzaban a matarme, sin embargo, no paré en ningún lugar y me mantuve caminando con el mapa en la mano y buscando compulsivamente Montmartre. Un compañero de universidad me había pedido que visitara allí a un amigo suyo, y que le llevara un paquete de caramelos de los que – luego supe – era fanático. Me costó casi dos horas de caminatas y preguntas, dar con la Rue Legendre, y luego otros veinte minutos dar con el taller de Luca, el amigo pintor de mi compañero, ya que los números de las casas se encontraban definitivamente borrados.

Los años ochenta eran, aún, la época de la psicodelia, y París no escapaba a la moda, aunque como siempre, los franceses consiguen hacer una interpretación bastante personal de las corrientes, de manera tal que aquellos que lucía frenético en Nueva York, en París se mostraba, en cambio, nostálgico y logobre.

Luego de recorrer varias veces la misma calle, de pronto me encontré con una chica que salía de un pequeño pasaje que me recordó los antiguos cités de Santiago. Llevaba el pelo largo y tomado con un pañuelo. Jeans muy viejos y las manos manchadas de pintura. No sé por qué, pero su rostro y su manera de moverse me pareció extremadamente familiar, por lo que sin casi darme cuenta le pregunté por el número que buscaba. Lo hice en español, hablando rápido, olvidando por completo que me encontraba en otros país, y ahorrándome de una sola plumada la necesidad de soltar la misma francés en mi muy mal francés. La chica me sonrió y me dijo, también en español y con un leve acento del caribe… “es aquí mismo, pasa, pasa”… no se dio vuelta para que pudiera hablarle, y se alejó con pasos rápidos por la calle. La reja del pequeño pasaje había quedado abierta, por lo que simplemente entré. A mi alrededor habían al menos 5 puertas diferentes, por lo que me era imposible escoger una. Finalmente me decidí a tocar la primera y preguntar por Louis David. Así se llamaba el amigo de mi compañero.

Miré el reloj. Eran casi las diez de la noche, sin embargo supuse que en este ambiente bohemio no sería tan tarde como para escandalizar a los habitantes, y por cierto, no me equivoqué. Golpeé la puerta. A los pocos segundos me abrió un tipo joven, probablemente menor que yo, muy rubio y con los ojos visiblemente nublados por alguna droga.

Traté de tartamudear en francés, pero el chico me contestó con un inglés casi perfecto, aunque repleto de esos miles de sonidos guturales tan típicos de los galos.


Jamás podría ser un artista. No los entiendo ni me interesan.

Me limito a vivir en la fascinación por las obras y a considerar al creador como un simple medio para obtener, al fin del día, el producto concreto de sus manos. Una vez que he visto la obra, sólo veo al artista como una fábrica. Me interesa si es moderna o antigua. Me interesa el proceso productivo, y para mi conocer al ser humanos del que proviene un objeto, es tan importante como para un criador de caballos conocer el árbol genealógico de un potrillo. Un seguro. Una manera de proyectar como seguirá desarrollándose la obra. Cuando alcanzará su madurez. O por el contrario, para determinar si en un caso concreto, un buen intento de juventud es atribuible más bien a la suerte, y ese nombre jamás volverá a brillar en ninguna parte.

Y sin embargo, tengo una relación de extrema cautela al momento de dar a conocer estas verdades. Hay artistas poderosos. Como también otros sencillamente sensibles. He conocido a tipos que si me escucharan decir esto se negarían a venderme una de sus obras. Aunque les ofreciera una fortuna. Y como a mi no me agrada pagar de más, no me expongo al repudio del gremio, y me contento con dejar ver mi verdadera opinión tan diluida por la teoría y los vericuetos, que sólo aquellos suficientemente hábiles son capaces de comprender lo que realmente pienso. Y esos, los que comprenden, generalmente están de acuerdo conmigo o al menos casi nunca son artistas, por lo que el peligro no es demasiado. Mantengo lo más lejos posible mis transacciones de mis discursos. Y he aprendido a no ser conocido como comerciante a gran escala, protegiendo mi imagen a través de varias galerías casi sin utilidades, en las que no se vende, sino que se cultivan talentos. Si veo a un chico con futuro, primero me preocupo de hacerle conocido y luego lo envío con mucho cuidado y toda clase de consejos a otros lugares, de los que nadie, ni siquiera sus administradores, imagina que soy propietario.

Moral para psicólogos, es el nombre de un párrafo de “El Crepúsculo de los Idolos” de Nietzsche. En realidad poco trata acerca de psicología y considerando su época de publicación – bastante anterior a nuestro querido doctor Freud – difícilmente es posible pensar que lo que el filósofo entiende por psicología sea nada muy parecido a su definición actual. Sin embargo, la primera vez que tuve el libro en mis manos, años atrás, me llamó la atención el que ese párrafo de la Moral, estuviera ubicado inmediatamente antes, y sirviera como preámbulo de otro llamado “Sobre la psicología de los artistas”. Recuerdo que yo simplemente estaba ojeando el libro. No esperaba nada de él ni sentía mayor emoción frente a su autor, y más bien lo había cogido automáticamente desde uno de los muchos estantes de la biblioteca de mi padre mientras lo esperaba para hablar de algo que no recuerdo.

Sin embargo, al encontrarme con estos dos párrafos y sus títulos sentí la tentación de comenzar a leerlos.

Lo que ahora recuerdo de los textos, es menos de lo que saqué en claro. Y también, seguramente, mucho más. La creación, decía, requiere de un especial estado de ánimo. Requiere necesariamente de la embriaguez. El artista antes de acometer su obra, al momento de acometerla… requiere aquel mareo. Esa exaltación de los sentidos, sensual, dionisíaca. Esa pérdida de conciencia que lo libera de su propia naturaleza limitada, para crear algo perfecto, que en su perfección quiebra el conjuro de lo imposible…

Lo que el propio artista no es… su propia imperfección, es superada en la obra, de manera que el objeto creado termina siendo fruto de aquello que siendo matriz, se desborda por sobre sus bordes hasta destruir completamente el crisol.

Esas no son las palabras de Nietzsche, estoy seguro.. Tal vez ni siquiera es la idea que él hubiera querido dar de sus palabras, pero es la manera como yo las recuerdo, como recuerdo también que ese día, a los quince años, supe que sólo me interesaba ese fruto perfecto. Al tacho con la cáscara y la semilla.

Moral para artistas, así se llamaría la conferencia. Me senté frente al computador y escribí la frase al inicio de mis notas. La subrayé y guardé el archivo. Me pusé de pie y me fui a comer. Ya eran más de las dos de la tarde, y a las tres había fijado una reunión con una joven pintora que quería exponer en alguna de mis galerías.

Salí a la calle, soleada, pensando en mi conferencia. Se trataba de uno de esos diplomados de formación general para ejecutivos aburridos y dueñas de casa con mucho dinero y tiempo de sobra. De algún modo siempre lograba sentirme cómodo en esos ambientes. Tal vez porque esas personas difícilmente podrían entender lo difícil que es dedicarse a mi oficio sin vivir amenazado por la culpa, y por lo tanto, frente a ellos, nada de lo que pudiera decir podía hacerme sentir mal. La casi absoluta estupidez de alguno de los concurrentes me tenía sin cuidado, pues generalmente contrastaba con el interés de dos o tres auditores que realmente eran capaces de entender hacia donde iban mis reflexiones, y hasta ahora siempre había encontrado la manera de sacarme de encima las preguntas aburridas o demasiado tontas.

Sin embargo, no tardé en darme cuenta de que no hay nada peor que escupir al cielo, y que esta conferencia en particular, sería cualquier cosa menos olvidable.

II

Durante las semanas anteriores al cursillo, me había ido poco a poco olvidando de la sensación que me había producido la búsqueda del nombre para la conferencia. Sólo dos días después de haber anotado las palabras en el título de mis notas, había enviado un mensaje a los organizadores – una universidad privada de algún renombre – con la versión final para publicación. Las palabras “Moral para artistas” contendrían, en definitiva, un repaso por discursos puramente estético, al que agregaría una rápida pasada por la discusión clásica entre Adorno y sus seguidores y la inteligentia francesa, dirigida por monsieurs Lyotard y Foucoult. Pondría en la boca de Habermas el apelativo –neo conservadores- para criticar a los seguidores de Lyotard, y luego citaría la carta de este último a Tomás Carroll, el 15 de mayo de 1982, en la que culmina haciéndole presente al filósofo de Frunkfurt su ignorancia en materia de autores.

Un día antes de la presentación, mi secretaria me señaló que los organizadores habían llamado para confirmar mi presencia. Por un instante me sentí tentado a aprovechar esa absurda pregunta acerca de un compromiso adquirido y confirmado hacía tanto tiempo, y excusarme con cualquier motivo trivial, sin embargo mi presencia en lo que llamo el mundo académico me parecía importante para mi imagen. Como he dicho, mi negocio no sólo se basa en transar con obras que tienen un valor preestablecido, sino justamente el ser capaz de otorgar valor a aquellas que yo escojo. Obtenerlas por nada o casi nada, y luego transarlas y más o muchísimo más. Esto último, requiere mantenerse en forma, seguir siendo invitado a dar charlas y seminarios, y ser reconocido por la sociedad como un experto independiente, que sólo de vez en cuando compra o vende como un pasatiempo.

Confirme que ahí estaré, le dije, y volví a un montón de fotografías de un colectivo de jóvenes uruguayos que venían de exponer en Berlín. Nada que valiera la pena, nada que un ser humano quisiera tener colgado en su pared. Tampoco nada original, como para ser mostrado en espacios alternativos. En fin, ya eran cerca de los seis de la tarde por lo que decidí que ya estaba bien de fotos. Tenía una exposición en el Museo de Bellas artes a las siete, y me gusta andar con tiempo. Imprimí una copia de mis notas para darle una repasada, y salí de mi estudio.

El día siguiente anduvo sin mucha prisa hasta cerca de las cinco. Debía estar en la universidad a las seis, y quería llegar

Gossip

I

Avanza entre las calles sin mirar. Recuerdos. Piensa. Pero nada llega a su mente. Se ha bajado de la montura hace años. Pero no sabe bien, tampoco, cual es el nombre o el color de lo que siente. Una mujer se cruza en su camino y lo esquiva. Él no se da cuenta. Sólo escucha el sonido de la calle como si se tratara de un concierto. Sus ojos al mirar convierten cada detalle en una fotografía. Luego la guarda en algún lugar de la memoria. Sólo manchas. Formas. Cosas raras. El dolor lo ha anestesiado. Quieto. Quieto. Alguien a su lado hace ruido. Él mira. Siempre mira, aunque apenas recuerda quién es ese ser que lo acompaña.

Es Londres, 1985. Primavera.

Es primavera, eso lo recuerda, aunque recordar es un trabajo difícil, hace falta concentración y estar despierto, y él nunca está despierto ni concentrado. Le duele la cabeza. Por las tardes le ocurre eso, una punzada, justo sobre los ojos. Como un sombrero de copa afilado. Vamos, se dice tratando de ordenar un poco las cosas.

Su nombre es Mateo Alvear, eso lo sabe. Camina despacio por Trafalgar Square hacia Wardour Street en medio del aire tibio de una noche que recién comienza. Es Lunes. No sabe mucho más.

El rechinar de ruedas a su lado lo inquieta. Siente el roce de los cuerpos en el tumulto, tocándolo. ¿Ha dicho algo? Tal vez. No está seguro. A su lado, alguien se mantiene atento. No se logra alejar. Cree saber que su nombre es Paul. Lo mira con los ojos nublados. Paul es un chico pálido, maquillado, rubio y estúpido.

Sí. Tiene que ser Paul Rainer, piensa, y baja los ojos. Claro. Claro. Paul Rainer. El nombre queda flotando. Pero en realidad todo siempre queda flotando. Ruuuun. Se da vuelta. Un automóvil pasa cerca y siente una estela de aire sobre la oreja izquierda. Los ojos se le cierran instintivamente. Mira nuevamente a Paul Rainer. Él lo mira de vuelta con los ojos embrutecidos. Le dice algo, Mateo no entiende. Tampoco quiere saber más. Está bien. Que se quede ahí, a su lado, tampoco le gusta estar tanto tiempo solo.

Vuelve a abrir la boca. Este tipo es insoportable. ¿Comamos un Mc Donald? Dice. Mateo da vuelta el cuello y lo contempla. Ok, es cierto. Ahí está la tienda. A sus espaldas. Pero no puede siquiera pensar en masticar un pedazo de carne de vaca. Lo imagina. Manos. Pan tibio. Aroma a cebolla y pepiños. Carne de vaca estrujada y caliente. Siente como una bocanada de nauseas lo invade. Decide no contestar. Seguir caminando. Ya están cerca. Si Paul Rainer quiere comer cadáveres por él está bien. Pero nada ocurre. Simplemente giran en Wardour y Paul Rainer baja el rostro ofendido. Tu no me escuchas, ha dicho, pero Mateo tampoco responderá a eso. ¿Para qué?

II

Desde luego que hace falta, le habían dicho sus padres. Algo hay que hacer. Entonces surgió esta idea. Mateo la pensó durante semanas y luego consiguió que la psiquiatra lo recomendara. Así sería todo mucho más fácil, ¿No?. Para todos.

Después, cuando estuvo seguro, cuando supo que vendría a esta ciudad se prometió no hacer nada tonto. Nada que lo echara a perder. Suficiente había pensado. Suficientes palabras de adultos y explicaciones y psiquiátras. Mateo es casi un niño. Pero no lo sabe. Jamás lo ha sabido. Ahora tampoco. Ahora mucho menos. Sólo acepta las cosas. Buenos días. Buenos Noches. Muchas Gracias. Todo eso lo dice como un autómata. También a Paul Rainer, su improvisado hermano en este improvisado intercambio estudiantil. Mateo Alvear, el mejor alumno de literatura inglesa en un colegio caro y repleto de literatura inglesa. Mateo Alvear, el pequeño Mateo es enviado de intercambio a un prestigioso internado para jóvenes ricos en Londres. ¿Se entiende?

¿Algo así? Supongo. Es decir. Suponemos. Todo parece normal, aunque a Mateo Alvear nada le ocurre alrededor. Todo lo que pasa es sólo una replica de lo que le pasa a él, adentro, en algún punto de su voluntad que jamás sede. Le importa estar aquí, eso sí. Y escuchar como todo el mundo habla con ese acento rebuscado que él practicó día tras días, sólo por joder.

Este es un buen lugar para él. No quiere echarlo todo a perder. Aquí, su rostro blanco que contrasta con los labios casi morados está de moda. Muy bien, piensa, esto está muy bien. Aunque él nunca ha usado maquillaje, como los demás, como Paul Rainer, que se pasa horas frente al espejo para obtener esa palidez pegajosa, una copia apenas tímida del blanco fantasmal de Mateo.

Ya lo sabemos ¿no?

Dos adolescentes caminan por Wardour Streer. Mateo Alvear ha llegado a la ciudad unos meses antes, sus padres lo han enviado en un programa de intercambio estudiantil. Para ver si mejora, piensan, para ver si es posible. Mateo, en cambio, no piensa. Su mente pasa. Camina por la calle Wardour escuchando el sonido que producen las suelas de sus zapatos sobre la piedra y los adoquines. De vez en cuando mira de reojo a Paul, quien se detiene en cada vitrina, para confirmar su aspecto, para corregir los mechones de pelo que caen sobre su frente, y palpar el maquillaje blanco que cubre su rostro. El delineador que dibuja sus párpados para darle aquel aspecto lloroso que añora, y que a Mateo no le hace falta.

El cielo está despejado y corre un viento delgado y cálido. Londres no parece la ciudad brumosa de las postales, y el genero de las ropas negras que cubren a Mateo Alvear corre delicadamente por su piel. Lleva una camisa blanca, de seda, repleta de pequeños botones. Su cuello largo y lampiño se mantiene tieso, sosteniendo una cabeza cuadrada y simétrica. Mateo insulta las calles con su belleza. Nadie lo mira a los ojos. Escupe sus brazos largos y delgados, vomita en el rostro de los Punks, gritándoles justo encima de las orejas descubiertas, la angustia imposible de dos ojos perfectos, teñidos de petróleo.

Pero es completamente incapaz de saberlo. Su mente está apagada. No existen espejos que lo reflejen, hace años que no se mira. Es por eso que nada le importa, es por eso que ahora se siente bien, aunque tampoco lo sepa. Hay palabras que no tienen sentido, ha pensado antes, también, mientras reflexionaba acerca de los motivos por los que llegó tan lejos. Los mismos por los que sus padres de entonces no pudieron más. Pero ya sus pasos los han llevado hasta Meard Street, ese oscuro callejón por el que las tribus de adolescentes vestidos de negro hacen su aparición en la noche, el lugar se llama Gossip, the dark heart of Soho… en la esquina de la calle Dean. Es noche de Batcave.

III

Cuando Mateo subió las escaleras del Club respiró profundamente. El aroma a sudor lo fascinó, a pesar de su mutismo, a pesar de los ojos que lo atraviesan intrigados se siente protegido. Sonríe y mira hacia los costados. La multitud lo contempla, pero el no lo ve. Los cuerpos se mueven para dejarlo pasar. Las chicas murmuran y se hablan al oído, mientras él intenta que su cabeza despierte, que el sonido de la música lo atrape. Se queda quieto unos instantes, esperando algo y por fin, ahí está, los bajos se estrellan estridentes contra su pecho. Siente el sonido en la garganta, en las manos en los ojos y la música lo conduce hacia arriba, hacia el tumulto.

¡Mateo! Le dice una chica tomándolo del brazo. Es casi una niña, delgada y pálida, apenas maquillada. Lo mira con ternura, le habla al oído con voz infantil. Él por fin se da vuelta y la mira perdido, siente su mano aferrada a su brazo y recuerda por un instante las manos de su madre, sonriéndole despacio y llevándolo a la mesa del comedor para que comparta el té con la familia. Mateo no sabe quien es la chica que le habla. No recuerda nada de ese rostro, pero hay algo en ella que lo hace sentir mejor. Le sonríe y la toma de la mano. Si pudiera pensar, si sus ojos aún fueran capaces de traer a la mente imágenes claras, sabría que por la frente de la chica corren líneas de sudor salado que arrastran el maquillaje. Sabría que ha llorado. Que hace unas horas pensó en suicidarse. Si sus manos aún sintieran algo, podría saber que las manos de ella están húmedas y arden, pero nada de eso es posible. En su cabeza sólo resuenan voces que lo interrogan y una tristeza amarga que se le cuela hasta la garganta. Amarga y fría.

Suben juntos al segundo piso. Desde los enormes parlantes ocultos, suena la música de Sex Grang Children. Mateo mira a la chica a los ojos y la besa. No necesita hacerse preguntas. Mucho menos tratar de comprender algo. Toma con una mano el cuello de la muchacha y acerca su cabeza sin dejar de mirarla. La chica tiembla. Sus labios se abren y por un instante el sabor amargo de su propia boca se diluye. Trata de distinguir el sabor que llega a su lengua. Canela. Piensa..

IV

Paul los contempla apoyado en un muro, moviendo la cabeza al ritmo de la música y se arregla el pelo. Mira de reojo la mano de Mateo, que toma firme la delicada cintura de la chica mientras camina hacia el bar. Pide un vaso de agua mineral. Nunca ha tomado alcohol. En realidad jamás ha probado algo más fuerte que la leche. ¿Para qué? Lo que lleva dentro es más que suficiente, y tampoco quiere apagarlo.

Esta noche ha querido hacer algo distinto, aunque le es difícil saber de que habla. Tal vez se trate de la chica que lleva al lado. Tal vez otra cosa, completamente distinta. Si pudiera confiar en sí mismo, sabría que en realidad no la conoce. Que nunca antes han hablado, que la chica simplemente se ha vuelto loca por él y que después de llorar por horas ha decidido que si lo encuentra no lo dejará. Él no sabe que si la hubiera despreciado, ella habría caído al suelo frente a sus pies y se habría aferrado a sus piernas gritando y jurando que se mataría.

Pero nada está planeado. Eso sí lo sabe bien. Ese es su único consuelo. Ya no hay más cuentos largos que sirvan para llenar de sentido la estupidez de otros. Batcave huele a sudor, la chica a su lado huele a maquillaje. Mateo jamás ha olido a nada que se pueda reconocer. Quizá huele a sí mismo. No es posible saberlo.

Mira de nuevo a la chica, le grita algo al oído. Virginia, contesta ella sonriente, y lo besa en los labios. Él la toma por la cintura mientras intenta comprender cuanto depende la belleza de una cintura diminuta, de la manera en que las vértebras se quiebran bajo sus brazos. Tampoco lo logra y suspira impaciente. La besa con rabia. La lleva a un rincón y acaricia su cuerpo. No siente casi nada. Tal vez un sabor leve a canela. No le extraña que sus padres no entiendan nada. Después de todo, lo que ocurrió no fue tan grave. Pero para Mateo las palabras son toda. Las palabras tienen que tener algún sentido, y por eso ha leído toda su vida, sin parar. Por eso, hasta ahora, hasta que llegó a Londres, con su Inglés anquilosado de Macbeth, de Yeats, de Nabovok… de Williams, jamás se sintió parte de la realidad, jamás tuvo ni siquiera una idea de lo que eso pudiera significar.
Corpus

Los artistas viven pidiendo ser respetados. Creo que es su frase favorita. Me imagino que algo parecido debe ocurrir con las abejas reinas al interior de un panal. Ellos saben que son artistas, como la abeja reina sabe cual es su posición, y sin embargo, a diferencia del mundo perfecto del panal, no todos quienes vivimos alrededor de la nobleza sabemos reconocerla para alimentarla sólo con jalea real.

Es por eso que la posibilidad de reconocer a un artista es uno de los pocos rasgos innatos de los que puedo hablar con propiedad. Basta una par de trazos y ya se como va. ¿Si me he equivocado?

¿Quién sabe? Mis cánones son tan subjetivos como cualquier otro. ¿Quién lo decía? ¿Flaubert? Los artistas son principes de la ciudad. Hay quienes piensan que sí, como un viejo amigo, Joaquín Mejía. Muy buen pintor y uno de los pocos del gremio con el que he logrado mantener una relación totalmente honesta.

Hace algunos meses, Joaquín me relató la siguiente historia. Hace años, él estaba en Nueva York, visitando a una chica americana a la que había conocido meses antes en Santiago. Luego de un breve romance - mutilado por la necesidad de la chica de volver a sus estudios, luego de una de esas largas vacaciones que suelen permitirse los jóvenes de clase media de los países ricos – mi amigo se sentía definitivamente enamorado. Había reunido centavo a centavo el dinero para el viaje y un día cualquiera de septiembre tomó el avión rumbo al norte. Por ese entonces, mediados de los noventa, él tenía poco más de veinte años y estudiaba artes plásticas en la Universidad de Chile. Ella era algo más joven, y cursaba el tercer año en un College de Nueva York.

Mi amigo me comentaba que al principio, cuando ella partió, sólo pensaba en como volver a verla. Luego, al planear el viaje, y darse cuenta de lo difícil que era reunir el dinero que hacía falta, con un salario miserable de mesero y algunas propinas, comenzó a preguntarse si valía la pena. Serían a lo sumo dos o tres semanas. ¿Para qué? Se había preguntado. ¿Para volver más enamorado?; ¿Para quedarse en Estados Unidos como ilegal a la espera de algún milagro?

Sin embargo, cuando en lugar de esas reflexiones, volvía a pensar en la sonrisa de su July, en la voz de su July, entonces todas las dudas se esfumaban y sólo podía pensar en volver a tenerla entre los brazos. Ya veremos, se había dicho, y dedicó en adelante cada instante libre a ganar dinero para reunir los dos mil dólares que le hacían falta.

Llegó al Aeropuerto JFK cerca de las once de la mañana y luego de una penosa pasada por la aduana - en la que un oficial latino, vestido de blanco impecable y con una aparatosa credencial con el nombre Richard T. Gómez en la solapa, decidió olvidar de improviso el idioma que, con toda seguridad, hablaba con sus padres o abuelos cada día - salió al enorme espacio en el que los viajeros son recibidos. July había quedado en ir a buscarlo. Había decidido faltar unos días al Colegio para pasarlos con él en la ciudad, y mi amigo ya estaba nervioso ante la sola idea de volver a verla. Sin embargo, en medio del tumulto, no era capaz de encontrar ese rostro conocido por el que había cruzado medio planeta. Se dedicó a pasear por todos los puntos evidentes, levantando el cuello por sobre la cabeza de las cientos de personas apuradas y movedizas sin resultado, hasta que de pronto vio a un hombre de aspecto árabe que sostenía un cartel con su nombre. Al principio pensó que se trataba de un error, sin embargo ahí estaba, cada letra, una tras otra, hasta completas perfectamente sus datos. Mi amigo en ese tiempo no hablaba más inglés que el de un colegio público chileno, vale decir, no lo hablaba, y sin embargo no le quedó más que acercase al tipo del cartel para confirmar la situación. Luego de varios minutos, y por medio de gestos y palabras sueltas logró comprender que July no vendría, que algo había ocurrido y que el taxi lo llevaría a su hotel. Su desconcierto fue enorme, sin embargo pensó que por ahora no tendría manera de enterarse de nada, y decidió esperar a sentarse con calma en su habitación para llamar por teléfono a la chica y terminar de comprender lo que ocurría.

El taxi lo condujo, primero, por carreteras antiguas aunque en muy buen estado, hasta que se metió por un puente hacia Manhattan. Su hotel quedaba en un sector que, le habían garantizado, era muy céntrico, y en efecto luego de unos cuarenta minutos se encontró en medio de calles que le resultaron increiblemente familiares – debido a las miles de películas ambientadas en NY, pensó –

El Hotel tenía un nombre suficientemente clásico como para que él lo olvidara, aunque sí recuerda bien que se encontraba en la calle cuarenta y siete, casi en la esquina con la sexta avenida. Cuando intentó enterarse del precio del taxi, el árabe le dio a entender que ya se encontraba pagado, por lo que bajó a la acera con su único bolso colgado del brazo, y en la mano un tubo de cartón para planos, en el que llevaba una tela que había pintado para July.

Una vez abajo, se dio cuenta de que el otoño nórdico lo estaba comenzando a congelar, y que no traía consigo nada más abrigado que una delgada chaqueta de paño. Sin embargo, y a pesar de la angustia que sentía por la inesperada ausencia de July, miró a su alrededor y sintió una muy leve sensación de alegría. Podía sentir en la piel una energía extraña que venía desde el suelo de la ciudad. Respiró profundo y entró en el hotel. A partir de ese instante, la historia se vuelve interesante.

Al llegar al mesón, una chica oriental le pidió sus papales de reserva. Al darse cuenta de que él sólo hablaba español fue en busca de otra chica, de origen portorriqueño, quien con gran amabilidad le indicó la manera de llenar los documentos de ingreso. El hotel consistía en un antiguo edificio, no muy grande, pero limpio y bien cuidado. Mi amigo pensó que se trataba de la imagen misma de lo que debía ser un hotel de tres estrellas. Frente al mesón de recepción, de marmolina verde, otro más pequeño, del mismo material en el que se leía la palabra: Concergerie. Al otro extremo, una especie de sala con un pequeño bar. Todo, según recuerdo, con un estilo sobrio de los años setenta que se le quedó grabado en la memoria.

Luego de ingresar sus datos, la chica oriental le dijo algo a su colega latina, quien le entregó un sobre con su nombre. Mi amigo lo miró y supuso que se trataba de una nota de July, y se animó de inmediato. Lo abrió y en su interior se encontró con un papel tipo formulario. Message: Meet on Central Park South, Simon Bolivar Statue; 15:00 PM; Love. J.

Aún con su inglés casi inexistente, el hombre se alegró enormemente. Todo había sido una mala jugada de la fortuna, July no había podido llegar al aeropuerto pero había mandado el taxi, y le había dejado esa nota para encontrarse en pocas horas. Miró su reloj. Casi la una. Perfecto, pensó, recordando que entre las indicaciones del hotel estaba el hecho de encontrarse no tan lejos de Central Park. En ese instante, recuerdo, se río mientras contaba la historia, pues si bien el dato era exacto, el no sabía que un lugar en Central Park bien podía estar muy cerca del hotel o muy pero muy lejos. Sin embargo, la chica de Puerto Rico no se demoró en mostrarle con destreza un mapa de la ciudad y dibujarle la manera en la que podía llegar en unos veinte minutos de caminata. A la vez, le señaló que no tenía manera de perderse al buscar la estatua de Simón Bolivar, que se encontraba prácticamente a la entrada del parque.

Así las cosas, tomó la llave metálica que le extendieron, y subió por sus propios medios el ascensor hasta el piso 5, habitación 502.

II

Al entrar en el cuarto, sintió de inmediato una sensación extraña. Uno de esos presentimientos de los que suelen hablar las mujeres mayores, y que hasta ese instante jamás había entendido, sin embargo, al poco rato lo atribuyó simplemente al calor provocado por dos antiguos radiadores, encargados de mantener la habitación aislada del frío. Dejó el bolso sobre la cama y caminó hacia el baño. La pequeña habitación estaba cubierta de azulejos blancos, gastados pero pulcramente mantenidos. Una pequeña tina con ducha, lavamanos y water. Volvió al cuarto principal y descorrió una viejas y gruesas cortinas que debieron ser rojas en alguna época, pero que con el tiempo habían alcanzado un indefinido color café. Tras la ventana observó una colección de techos y mucho más lejos, una calle ancha. No pudo saber si se trataba de la séptima avenida o tal vez la sexta o la quinta. Comenzaba a llover.

Abrió el bolso y sacó ropa limpia. Pensó que se vería obligado a comprar un paraguas. O quizás en el hotel le podrían prestar uno. Se duchó lentamente, disfrutando del agua que salía a borbotones e hirviendo. Luego se vistió con la ropa más abrigada que encontró y salió hacia el pasillo. Miró el reloj y comprobó que ya eran las dos de la tarde.

En el lobby, intentó buscar con la mirada a la chica latina, pero no la encontró. En cambio, un joven rubio y con el pelo muy corto se le acercó preguntado si quería un taxi. Sólo entendió esa palabra, e instintivamente dijo que no con la cabeza. Entonces le preguntó por un paraguas. Sin palabras, le hizo varios gestos sencillos que el empleado no tuvo problemas en entender. Caminó unos pasos y le entregó un paraguas azul en el que alguna vez estuvo dibujado el nombre y escudo del hotel. Así armado, salió a la calle, llevando en la otra mano el mapa con las indicaciones. A su alrededor, todo los olores le parecían nuevos, y el viaje se le hizo increíblemente corto, a pesar del frío. Cada cierto rato, aparecía una estación de metro, y a sus costados las clásicas rejillas de ventilación desde las que exhalaba un tenue vapor cálido. Él paraba unos segundos para entrar en calor y continuaba la marcha, pensando en que todas las ciudades del mundo debieran dividirse en calles y avenidas numeradas. Sólo tuvo que caminar hasta la quinta avenida, y luego ir pasando una a una las cortas cuadras que separaban la calle cuarenta y siete de la cincuenta y nueve. No se le ocurría cosa más sencilla que seguir un mapa en Nueva York.

Cuando llegó a la orilla del parque, tuvo su primera gran impresión acerca de la ciudad. El Central Park se le apareció de improviso, inmensamente más grande de lo que imaginó y sublime sobre su gruesa alfombra de hojas secas. La lluvia caía delgada sobre los arboles rojizos, y una tenue neblina parecía cubrirlo todo. Recuerda que en ese momento olvidó completamente que era un artista. Por el contrario, cualquier idea figurativa le pareció imposible. Sólo recordó a su July y sintió como el estomago se le encogía. Miró el reloj. Aún quedaba más de media hora. Cruzó la calle a la altura del hotel plaza y comenzó a caminar hacia por el borde del parque. A su izquierda, a unos cien metros identificó la famosa estatua de Simón Bolivar. No se fue directamente hacia ella, en cambio, decidió caminar hacia el interior unos pasos. No quería pasarse el tiempo parado y mirando el reloj, y la idea de caminar por el pasto le pareció agradable. Entró a un pequeño sendero de piedra de esos por los que todos hemos visto correr a mujeres bonitas o asesinos en serie en la mitad de las películas norteamericanas, y dejó que sus pasos lo guiarán hasta una enorme laguna que – luego supo – era conocida como The Pond.

La vista le resultó casi imposible de relatar. Pensó en otras maravillas que había conocido. En el sur de Chile, en la laguna San Rafael, en las ruinas de Machu-Pichu. Qué tiene este lugar, se preguntó, que sin tener esa espectacularidad le parecía tan irrecreable. En ese entonces, no lo supo, hoy no tiene duda. Se trata del contraste. Es como si la laguna San Rafal estuviera a la vuelta de tu casa, en la esquina de Salvador con Providencia.

Frente a la laguna se quedó parado varios minutos. Si no hubiera estado lloviendo, se habría sentado – pensó- pero llovía, y ya sólo faltaban diez minutos, por lo que decidió comenzar a caminar hacia la estatua. El agua se le colaba en el cuerpo. Tenía frío y sin embargo su humor había mejorado mucho.
Dafneforias

I

Había llegado a preguntarse acerca de todo. Había repasado cada palabra hasta convertirla en aquel sin sentido originario del que todo niño ha sido testigo.

Jamón. Jamón. Jamón.

Preguntar o preguntarse, después de todo, es un acto totalmente inútil, pues el idioma de las preguntas jamás es el mismo que el de las respuestas.

No quedan más preguntas por hacerme, se había dicho días antes, sin reparar en lo absurdo de sus palabras ni en la imperdonable vulgaridad de la renuncia. Irse, había pensado. Tomar el par de papeles escritos, y con la vaga idea de que lo dicho pudiera significar algo… dejar las llaves puestas y las cañerías corriendo hasta inundar todo lo que se pudiera…

La última pregunta fue la menos relevante.

¿Podré irme ahora?

O quizá, planteado de otra forma muy parecida, cobrara algún sentido:

Un modo de comenzar sería irme ahora.

De todo esto tengo sólo ideas difusas. No he tenido el placer de escuchar sus pensamientos, por lo que gran parte de mis reflexiones acerca de estos hechos no son más que inventos de mi propia imaginación. Los hechos mismos, en cambio, están ahí, tan concretos como las palabras puedan fijarlos.

II

Comienza, entonces, con un diálogo:

¿El señor Montes, supongo? Ha dicho una mujer, parada frente a la puerta de un departamento casi vacío. Si alguien hubiera tenido el cuidado de verificarlo – por ejemplo mirando el reloj – podríamos estar seguros de que a las tres de la tarde había comenzado a llover.

Una mujer joven y pálida ha tocado con los nudillos la puerta de madera antigua de un departamento del Centro. Sus uñas están pintadas de un rojo intenso. Al mismo tiempo, ha escuchado del otro lado de la puerta el timbre de un teléfono. Se pregunta si será posible. Si alguien podría haber llamado para advertirle, pero lo duda. Se mira las manos y las uñas recién pintadas, y luego respira profundamente.

Con los nudillos golpea nuevamente sobre la madera. Trata de escuchar.

Dentro del departamento debiera haber alguien, y de hecho lo hay. Es un hombre. También joven, tal vez un poco mayor que la chica. Unos veinticinco años a lo sumo. Ella no conoce su nombre, pero eso no es nada raro. Todos los llaman Exequiel, y para ella es suficiente. Sabe perfectamente quien es.

Sabemos que el hombre abrirá la puerta en cualquier momento y dejará que la mujer entre.

Pero aún es pronto.

No abre. Escucha a través de la puerta y pregunta algo.

La mujer repite las mismas palabras:

¿El señor Montes, Supongo?

Desde el otro lado de la puerta alguien le responde:

Eso depende de quien pregunte;

La mujer no alcanza a entender. Golpea nuevamente.

El hombre abre apenas, asoma la nariz y los ojos. Aún tiene puesta la cadena de seguridad:

Ella se aleja un paso:

¿El señor Montes, Supongo?

El hombre abre unos centímetros más la puerta, sin quitar la cadena:

Eso depende de quien pregunte;

Ahora es ella quien lo mira. Se tapa la boca con la mano intentado evitar algo. Se aprieta los labios y la nariz con angustia. Luego desiste y un ruido sordo se escapa de su garganta: Ríe. Sin parar. No puede evitarlo.

Es 1986 y en Santiago de Chile se anuncian lluvias.






III

Vivir de tal modo que ya no tenga sentido vivir… vivir para la muerte, sólo confiando en la existencia de algo que no es esta vida… como si todo fuera sólo un paréntesis. Los caramelos de menta esparcidos en la sala de espera de una consulta, tras la cual, irremediablemente, alguien nos diagnosticará un tumor terminal. Así no, se ha dicho. No de esa manera.

Entonces ha sentido los golpes sobre la madera. No los esperaba, no ahora. Aunque las claves existan, aunque todos estos meses sólo hubieran tenido sentido porque esto podría ocurrir.

¿Cómo partir, se ha dicho? ¿Cómo explicar a quien sea que ha llegado hasta aquí, que ya estoy fuera? Sonríe.

Suena el teléfono. No sabe si contestar o ver quien llama a la puerta. A pesar de sus decisiones de último minuto, la costumbre lo hace coger la pistola cargada. Martilla. La deja en el aire. Tomo el teléfono.

No abras, le dicen del otro lado de la línea. Luego cuelgan.

Exequiel se ríe de sí mismo. ¿Quién mierda sabe?

Camina con el arma en la mano. Mira hacia atrás. Hacia una ventana abierta que da al parque y alcanza a respirar algo del olor de la lluvia.

¿Quién es? Grita a través de la puerta sin abrirla.

¿El señor Montes, Supongo? Dice una voz desde el otro lado.

Esa es la clave.

Se rasca la cabeza, y contempla la absurda posición en la que se encuentra. El teléfono le ha advertido que se trata de una trampa. Sin embargo el teléfono no es más seguro que la contraseña.

Se vuelve a reír de sí mismo. Ya ha decido dejarlo todo. Jugará cualquier carta, qué importa.

Eso depende de quien pregunte; vomita maquinalmente.

Al parecer no lo han escuchado. Una voz de mujer repite la clave desde el pasillo. Exequiel siente curiosidad y decide ir más lejos. Abre la puerta sin quitar la cadena. Sabe que es un acto estúpido. Que es casi seguro que lo recibirá un balazo en plena cara, y sin embargo estira la mano hacia la manilla, quita los seguros y empuja la puerta sólo un poco, pero bruscamente, mientras en la otra mano lleva la pistola que mira, tuerta, a través de la rendija.

Afuera, se escucha el silencio. Por un instante siente miedo. Una mujer lo mira con ojos de animal asustado y sin embargo, le parece demasiado bonita.

La mujer da un paso atrás bruscamente. Exequiel reacciona atento. Está a punto de disparar pero se detiene.

Esto no es una trampa, estúpidos.

Su mente rueda. Maldice a quienes reclutan universitarias aburridas de tanta saciedad, de tantos padres ricos. Esto no sirve de nada.

¿Qué significa esta mierda? Piensa y se toma la cabeza con la única mano libre.

¡¿A quién se le ocurre mandarme a esta chica?!

¿El señor Montes, Supongo? Repite la mujer con voz tranquila.

Eso depende de quien pregunte; contesta él, y espera la culminación de la clave sin quitarle los ojos de encima.

Entonces, sin explicación, ella comienza a reír.

IV

La chica que hasta hace unos momentos se reía sin motivo, por fin se ha calmado. Contempla al hombre con vergüenza. No es esta la manera en la que había imaginado comportarse, y sin embargo el hombre al que hemos llamado Exequiel, ha sonreído y está a punto de abrir completamente la puerta.

La mujer aferra el libro compulsivamente. Le han dicho que él ya no es de confianza, que debe tener cuidado, que por ahora sigue adentro, pero que debe sospechar de todo.

Ella sólo debe dejar el libro y repetir unas pocas instrucciones de memoria. Luego saldrá por la puerta y caminará hasta el metro. Eso es todo.

Exequiel por fin abre la puerta. Mira a la mujer a los ojos y vuelve a sonreír. No ha pensado en hacerlo. Ni ahora ni antes. Ha bajado la pistola y la sostiene detrás de la espalda. Pone el seguro del arma por puro reflejo. Ya se siente seguro.

Esta chica no va a matarme, se dice con aburrimiento y la mira nuevamente. Es ella la que tiene miedo de quien soy. No de mi rostro presente ni de mi cuerpo, sino de mi historia y de todo lo que le habrán contado. Yo en cambio sólo tengo miedo de sus ojos, demasiado verdes para ser azules.

La mujer lo ve sonreír y el miedo vuelve. Respira. Este hombre podría matarme, piensa. Quizás me mate. Piensa.

Cuando el hombre abre la puerta, la mujer está demasiado avergonzada para actuar del modo correcto. Lleva demasiado tiempo pensando. Analizando. Siente que algo está mal y que ella no debería estar parada ahí, junto a esa puerta, riendo a carcajadas.

Por eso lo mira a los ojos. Por eso necesita disculparse en cada gesto. Aún no sabe como pudo ocurrir. Que le ha pasado a sus labios que se han descontrolado de manera tan absurdo.

De pronto cada suceso, cada palabra en clave, le ha parecido la más oscura de las bromas. Es sólo eso.

Pensar en las palabras en clave la trastorna, intenta recordar el fin de la contraseña pero sabe que será imposible, que comenzaría nuevamente a reír. No dice nada. Tiene ganas de ir al baño. Cruza instintivamente las piernas para contenerse. El hombre lo nota. Su rostro se mantiene inmutable, a la espera de algo que ya no llegará.

¿Tienes un baño? Dice de pronto y sabe que con cada palabra las cosas empeoran.

Él le hace un gesto con la mano. No está desconcertado. Sólo siente curiosidad. Esa puerta, dice. Ella camina. El departamento es enorme y en la sala casi no hay muebles. Sólo libros esparcidos por todas partes y algunas fotografías de calles. Ella supone que es Europa. Algo sabe de la persona que tiene enfrente.

La chica se mueve despacio, intentado no mirar hacia atrás. Sabe que está dándole la espalda, pero pensar en que él pueda matarla así, ahora, antes de haber ido al baño la hace volver a reír. Por fin llega a la puerta, la abre despacio y luego la cierra de un golpe. Sus manos bajan telas y cierres apresuradas. Cae en la tasa. Suelta un chorro fuerte y sonoro qué, está segura, es audible desde el lugar en el que se encuentra Exequiel.

Comienza a reír a carcajadas. Ha sentido vergüenza. Ella que sabe que este hombre puede aún matarla, sólo está preocupada del sonido de la orina rebotando contra el agua del estanque. Se limpia apurada. Se lava las manos con jabón y vuelve a la sala con el libro aferrado en la mano.

El hombre ya no está.

Espejos

Corpus

I

Hace algunos meses, mientras conversaba con un amigo artista, me relató la siguiente historia. Él estaba en Nueva York, visitando a una chica americana a la que había conocido meses antes en Santiago. Luego de un breve romance - mutilado por la necesidad de la chica de volver a sus estudios, luego de una de esas largas vacaciones que suelen permitirse los jóvenes de clase media de los países ricos – mi amigo se sentía definitivamente enamorado. Había reunido centavo a centavo el dinero para el viaje y un día cualquiera de septiembre tomó el avión rumbo al norte. Por ese entonces, mediados de los noventa, él tenía poco más de veinte años y estudiaba artes plásticas en la Universidad de Chile. Ella era algo más joven, y cursaba el tercer año en un College de Nueva York.

Mi amigo me comentaba que al principio, cuando ella partió, sólo pensaba en como volver a verla. Luego, al planear el viaje, y darse cuenta de lo difícil que era reunir el dinero que hacía falta, con un salario miserable de mesero y algunas propinas, comenzó a preguntarse si valía la pena. Serían a lo sumo dos o tres semanas. ¿Para qué? Se había preguntado. ¿Para volver más enamorado?; ¿Para quedarse en Estados Unidos como ilegal a la espera de algún milagro?

Sin embargo, cuando en lugar de esas reflexiones, volvía a pensar en la sonrisa de su July, en la voz de su July, entonces todas las dudas se esfumaban y sólo podía pensar en volver a tenerla entre los brazos. Ya veremos, se había dicho, y dedicó en adelante cada instante libre a ganar dinero para reunir los dos mil dólares que le hacían falta.

Llegó al Aeropuerto JFK cerca de las once de la mañana y luego de una penosa pasada por la aduana - en la que un oficial latino, vestido de blanco impecable y con una aparatosa credencial con el nombre Richard T. Gómez en la solapa, decidió olvidar de improviso el idioma que, con toda seguridad, hablaba con sus padres o abuelos cada día - salió al enorme espacio en el que los viajeros son recibidos. July había quedado en ir a buscarlo. Había decidido faltar unos días al Colegio para pasarlos con él en la ciudad, y mi amigo ya estaba nervioso ante la sola idea de volver a verla. Sin embargo, en medio del tumulto, no era capaz de encontrar ese rostro conocido por el que había cruzado medio planeta. Se dedicó a pasear por todos los puntos evidentes, levantando el cuello por sobre la cabeza de las cientos de personas apuradas y movedizas sin resultado, hasta que de pronto vio a un hombre de aspecto árabe que sostenía un cartel con su nombre. Al principio pensó que se trataba de un error, sin embargo ahí estaba, cada letra, una tras otra, hasta completas perfectamente sus datos. Mi amigo en ese tiempo no hablaba más inglés que el de un colegio público chileno, vale decir, no lo hablaba, y sin embargo no le quedó más que acercase al tipo del cartel para confirmar la situación. Luego de varios minutos, y por medio de gestos y palabras sueltas logró comprender que July no vendría, que algo había ocurrido y que el taxi lo llevaría a su hotel. Su desconcierto fue enorme, sin embargo pensó que por ahora no tendría manera de enterarse de nada, y decidió esperar a sentarse con calma en su habitación para llamar por teléfono a la chica y terminar de comprender lo que ocurría.

El taxi lo condujo, primero, por carreteras antiguas aunque en muy buen estado, hasta que se metió por un puente hacia Manhattan. Su hotel quedaba en un sector que, le habían garantizado, era muy céntrico, y en efecto luego de unos cuarenta minutos se encontró en medio de calles que le resultaron increiblemente familiares – debido a las miles de películas ambientadas en NY, pensó –

El Hotel tenía un nombre suficientemente clásico como para que él lo olvidara, aunque sí recuerda bien que se encontraba en la calle cuarenta y siete, casi en la esquina con la sexta avenida. Cuando intentó enterarse del precio del taxi, el árabe le dio a entender que ya se encontraba pagado, por lo que bajó a la acera con su único bolso colgado del brazo, y en la mano un tubo de cartón para planos, en el que llevaba una tela que había pintado para July.

Una vez abajo, se dio cuenta de que el otoño nórdico lo estaba comenzando a congelar, y que no traía consigo nada más abrigado que una delgada chaqueta de paño. Sin embargo, y a pesar de la angustia que sentía por la inesperada ausencia de July, miró a su alrededor y sintió una muy leve sensación de alegría. Podía sentir en la piel una energía extraña que venía desde el suelo de la ciudad. Respiró profundo y entró en el hotel. A partir de ese instante, la historia se vuelve interesante.

Al llegar al mesón, una chica oriental le pidió sus papales de reserva. Al darse cuenta de que él sólo hablaba español fue en busca de otra chica, de origen portorriqueño, quien con gran amabilidad le indicó la manera de llenar los documentos de ingreso. El hotel consistía en un antiguo edificio, no muy grande, pero limpio y bien cuidado. Mi amigo pensó que se trataba de la imagen misma de lo que debía ser un hotel de tres estrellas. Frente al mesón de recepción, de marmolina verde, otro más pequeño, del mismo material en el que se leía la palabra: Concergerie. Al otro extremo, una especie de sala con un pequeño bar. Todo, según recuerdo, con un estilo sobrio de los años setenta que se le quedó grabado en la memoria.

Luego de ingresar sus datos, la chica oriental le dijo algo a su colega latina, quien le entregó un sobre con su nombre. Mi amigo lo miró y supuso que se trataba de una nota de July, y se animó de inmediato. Lo abrió y en su interior se encontró con un papel tipo formulario. Message: Meet on Central Park South, Simon Bolivar Statue; 15:00 PM; Love. J.

Aún con su inglés casi inexistente, el hombre se alegró enormemente. Todo había sido una mala jugada de la fortuna, July no había podido llegar al aeropuerto pero había mandado el taxi, y le había dejado esa nota para encontrarse en pocas horas. Miró su reloj. Casi la una. Perfecto, pensó, recordando que entre las indicaciones del hotel estaba el hecho de encontrarse no tan lejos de Central Park. En ese instante, recuerdo, se río mientras contaba la historia, pues si bien el dato era exacto, el no sabía que un lugar en Central Park bien podía estar muy cerca del hotel o muy pero muy lejos. Sin embargo, la chica de Puerto Rico no se demoró en mostrarle con destreza un mapa de la ciudad y dibujarle la manera en la que podía llegar en unos veinte minutos de caminata. A la vez, le señaló que no tenía manera de perderse al buscar la estatua de Simón Bolivar, que se encontraba prácticamente a la entrada del parque.

Así las cosas, tomó la llave metálica que le extendieron, y subió por sus propios medios el ascensor hasta el piso 5, habitación 502.

II

Al entrar en el cuarto, sintió de inmediato una sensación extraña. Uno de esos presentimientos de los que suelen hablar las mujeres mayores, y que hasta ese instante jamás había entendido, sin embargo, al poco rato lo atribuyó simplemente al calor provocado por dos antiguos radiadores, encargados de mantener la habitación aislada del frío. Dejó el bolso sobre la cama y caminó hacia el baño. La pequeña habitación estaba cubierta de azulejos blancos, gastados pero pulcramente mantenidos. Una pequeña tina con ducha, lavamanos y water. Volvió al cuarto principal y descorrió una viejas y gruesas cortinas que debieron ser rojas en alguna época, pero que con el tiempo habían alcanzado un indefinido color café. Tras la ventana observó una colección de techos y mucho más lejos, una calle ancha. No pudo saber si se trataba de la séptima avenida o tal vez la sexta o la quinta. Comenzaba a llover.

Abrió el bolso y sacó ropa limpia. Pensó que se vería obligado a comprar un paraguas. O quizás en el hotel le podrían prestar uno. Se duchó lentamente, disfrutando del agua que salía a borbotones e hirviendo. Luego se vistió con la ropa más abrigada que encontró y salió hacia el pasillo. Miró el reloj y comprobó que ya eran las dos de la tarde.

En el lobby, intentó buscar con la mirada a la chica latina, pero no la encontró. En cambio, un joven rubio y con el pelo muy corto se le acercó preguntado si quería un taxi. Sólo entendió esa palabra, e instintivamente dijo que no con la cabeza. Entonces le preguntó por un paraguas. Sin palabras, le hizo varios gestos sencillos que el empleado no tuvo problemas en entender. Caminó unos pasos y le entregó un paraguas azul en el que alguna vez estuvo dibujado el nombre y escudo del hotel. Así armado, salió a la calle, llevando en la otra mano el mapa con las indicaciones. A su alrededor, todo los olores le parecían nuevos, y el viaje se le hizo increíblemente corto, a pesar del frío. Cada cierto rato, aparecía una estación de metro, y a sus costados las clásicas rejillas de ventilación desde las que exhalaba un tenue vapor cálido. Él paraba unos segundos para entrar en calor y continuaba la marcha, pensando en que todas las ciudades del mundo debieran dividirse en calles y avenidas numeradas. Sólo tuvo que caminar hasta la quinta avenida, y luego ir pasando una a una las cortas cuadras que separaban la calle cuarenta y siete de la cincuenta y nueve. No se le ocurría cosa más sencilla que seguir un mapa en Nueva York.

Cuando llegó a la orilla del parque, tuvo su primera gran impresión acerca de la ciudad. El Central Park se le apareció de improviso, inmensamente más grande de lo que imaginó y sublime sobre su gruesa alfombra de hojas secas. La lluvia caía delgada sobre los arboles rojizos, y una tenue neblina parecía cubrirlo todo. Recuerda que en ese momento olvidó completamente que era un artista. Por el contrario, cualquier idea figurativa le pareció imposible. Sólo recordó a su July y sintió como el estomago se le encogía. Miró el reloj. Aún quedaba más de media hora. Cruzó la calle a la altura del hotel plaza y comenzó a caminar hacia por el borde del parque. A su izquierda, a unos cien metros identificó la famosa estatua de Simón Bolivar. No se fue directamente hacia ella, en cambio, decidió caminar hacia el interior unos pasos. No quería pasarse el tiempo parado y mirando el reloj, y la idea de caminar por el pasto le pareció agradable. Entró a un pequeño sendero de piedra de esos por los que todos hemos visto correr a mujeres bonitas o asesinos en serie en la mitad de las películas norteamericanas, y dejó que sus pasos lo guiarán hasta una enorme laguna que – luego supo – era conocida como The Pond.

La vista le resultó casi imposible de relatar. Pensó en otras maravillas que había conocido. En el sur de Chile, en la laguna San Rafael, en las ruinas de Machu-Pichu. Qué tiene este lugar, se preguntó, que sin tener esa espectacularidad le parecía tan irrecreable. En ese entonces, no lo supo, hoy no tiene duda. Se trata del contraste. Es como si la laguna San Rafal estuviera a la vuelta de tu casa, en la esquina de Salvador con Providencia.

Frente a la laguna se quedó parado varios minutos. Si no hubiera estado lloviendo, se habría sentado – pensó- pero llovía, y ya sólo faltaban diez minutos, por lo que decidió comenzar a caminar hacia la estatua. El agua se le colaba en el cuerpo. Tenía frío y sin embargo su humor había mejorado mucho.







Gossip

I

Avanza entre las calles sin mirar. Recuerdos. Piensa. Pero nada llega a su mente. Se ha bajado de la montura hace años. Pero no sabe bien, tampoco, cual es el nombre o el color de lo que siente. Una mujer se cruza en su camino y lo esquiva. Él no se da cuenta. Sólo escucha el sonido de la calle como si se tratara de un concierto. Sus ojos al mirar convierten cada detalle en una fotografía. Luego la guarda en algún lugar de la memoria. Sólo manchas. Formas. Cosas raras. El dolor lo ha anestesiado. Quieto. Quieto. Alguien a su lado hace ruido. Él mira. Siempre mira, aunque apenas recuerda quién es ese ser que lo acompaña.

Es Londres, 1985. Primavera.

Es primavera, eso lo recuerda, aunque recordar es un trabajo difícil, hace falta concentración y estar despierto, y él nunca está despierto ni concentrado. Le duele la cabeza. Por las tardes le ocurre eso, una punzada, justo sobre los ojos. Como un sombrero de copa afilado. Vamos, se dice tratando de ordenar un poco las cosas.

Su nombre es Mateo Alvear, eso lo sabe. Camina despacio por Trafalgar Square hacia Wardour Street en medio del aire tibio de una noche que recién comienza. Es Lunes. No sabe mucho más.

El rechinar de ruedas a su lado lo inquieta. Siente el roce de los cuerpos en el tumulto, tocándolo. ¿Ha dicho algo? Tal vez. No está seguro. A su lado, alguien se mantiene atento. No se logra alejar. Cree saber que su nombre es Paul. Lo mira con los ojos nublados. Paul es un chico pálido, maquillado, rubio y estúpido.

Sí. Tiene que ser Paul Rainer, piensa, y baja los ojos. Claro. Claro. Paul Rainer. El nombre queda flotando. Pero en realidad todo siempre queda flotando. Ruuuun. Se da vuelta. Un automóvil pasa cerca y siente una estela de aire sobre la oreja izquierda. Los ojos se le cierran instintivamente. Mira nuevamente a Paul Rainer. Él lo mira de vuelta con los ojos embrutecidos. Le dice algo, Mateo no entiende. Tampoco quiere saber más. Está bien. Que se quede ahí, a su lado, tampoco le gusta estar tanto tiempo solo.

Vuelve a abrir la boca. Este tipo es insoportable. ¿Comamos un Mc Donald? Dice. Mateo da vuelta el cuello y lo contempla. Ok, es cierto. Ahí está la tienda. A sus espaldas. Pero no puede siquiera pensar en masticar un pedazo de carne de vaca. Lo imagina. Manos. Pan tibio. Aroma a cebolla y pepiños. Carne de vaca estrujada y caliente. Siente como una bocanada de nauseas lo invade. Decide no contestar. Seguir caminando. Ya están cerca. Si Paul Rainer quiere comer cadáveres por él está bien. Pero nada ocurre. Simplemente giran en Wardour y Paul Rainer baja el rostro ofendido. Tu no me escuchas, ha dicho, pero Mateo tampoco responderá a eso. ¿Para qué?

II

Desde luego que hace falta, le habían dicho sus padres. Algo hay que hacer. Entonces surgió esta idea. Mateo la pensó durante semanas y luego consiguió que la psiquiatra lo recomendara. Así sería todo mucho más fácil, ¿No?. Para todos.

Después, cuando estuvo seguro, cuando supo que vendría a esta ciudad se prometió no hacer nada tonto. Nada que lo echara a perder. Suficiente había pensado. Suficientes palabras de adultos y explicaciones y psiquiátras. Mateo es casi un niño. Pero no lo sabe. Jamás lo ha sabido. Ahora tampoco. Ahora mucho menos. Sólo acepta las cosas. Buenos días. Buenos Noches. Muchas Gracias. Todo eso lo dice como un autómata. También a Paul Rainer, su improvisado hermano en este improvisado intercambio estudiantil. Mateo Alvear, el mejor alumno de literatura inglesa en un colegio caro y repleto de literatura inglesa. Mateo Alvear, el pequeño Mateo es enviado de intercambio a un prestigioso internado para jóvenes ricos en Londres. ¿Se entiende?

¿Algo así? Supongo. Es decir. Suponemos. Todo parece normal, aunque a Mateo Alvear nada le ocurre alrededor. Todo lo que pasa es sólo una replica de lo que le pasa a él, adentro, en algún punto de su voluntad que jamás sede. Le importa estar aquí, eso sí. Y escuchar como todo el mundo habla con ese acento rebuscado que él practicó día tras días, sólo por joder.

Este es un buen lugar para él. No quiere echarlo todo a perder. Aquí, su rostro blanco que contrasta con los labios casi morados está de moda. Muy bien, piensa, esto está muy bien. Aunque él nunca ha usado maquillaje, como los demás, como Paul Rainer, que se pasa horas frente al espejo para obtener esa palidez pegajosa, una copia apenas tímida del blanco fantasmal de Mateo.

Ya lo sabemos ¿no?

Dos adolescentes caminan por Wardour Streer. Mateo Alvear ha llegado a la ciudad unos meses antes, sus padres lo han enviado en un programa de intercambio estudiantil. Para ver si mejora, piensan, para ver si es posible. Mateo, en cambio, no piensa. Su mente pasa. Camina por la calle Wardour escuchando el sonido que producen las suelas de sus zapatos sobre la piedra y los adoquines. De vez en cuando mira de reojo a Paul, quien se detiene en cada vitrina, para confirmar su aspecto, para corregir los mechones de pelo que caen sobre su frente, y palpar el maquillaje blanco que cubre su rostro. El delineador que dibuja sus párpados para darle aquel aspecto lloroso que añora, y que a Mateo no le hace falta.

El cielo está despejado y corre un viento delgado y cálido. Londres no parece la ciudad brumosa de las postales, y el genero de las ropas negras que cubren a Mateo Alvear corre delicadamente por su piel. Lleva una camisa blanca, de seda, repleta de pequeños botones. Su cuello largo y lampiño se mantiene tieso, sosteniendo una cabeza cuadrada y simétrica. Mateo insulta las calles con su belleza. Nadie lo mira a los ojos. Escupe sus brazos largos y delgados, vomita en el rostro de los Punks, gritándoles justo encima de las orejas descubiertas, la angustia imposible de dos ojos perfectos, teñidos de petróleo.

Pero es completamente incapaz de saberlo. Su mente está apagada. No existen espejos que lo reflejen, hace años que no se mira. Es por eso que nada le importa, es por eso que ahora se siente bien, aunque tampoco lo sepa. Hay palabras que no tienen sentido, ha pensado antes, también, mientras reflexionaba acerca de los motivos por los que llegó tan lejos. Los mismos por los que sus padres de entonces no pudieron más. Pero ya sus pasos los han llevado hasta Meard Street, ese oscuro callejón por el que las tribus de adolescentes vestidos de negro hacen su aparición en la noche, el lugar se llama Gossip, the dark heart of Soho… en la esquina de la calle Dean. Es noche de Batcave.

III

Cuando Mateo subió las escaleras del Club respiró profundamente. El aroma a sudor lo fascinó, a pesar de su mutismo, a pesar de los ojos que lo atraviesan intrigados se siente protegido. Sonríe y mira hacia los costados. La multitud lo contempla, pero el no lo ve. Los cuerpos se mueven para dejarlo pasar. Las chicas murmuran y se hablan al oído, mientras él intenta que su cabeza despierte, que el sonido de la música lo atrape. Se queda quieto unos instantes, esperando algo y por fin, ahí está, los bajos se estrellan estridentes contra su pecho. Siente el sonido en la garganta, en las manos en los ojos y la música lo conduce hacia arriba, hacia el tumulto.

¡Mateo! Le dice una chica tomándolo del brazo. Es casi una niña, delgada y pálida, apenas maquillada. Lo mira con ternura, le habla al oído con voz infantil. Él por fin se da vuelta y la mira perdido, siente su mano aferrada a su brazo y recuerda por un instante las manos de su madre, sonriéndole despacio y llevándolo a la mesa del comedor para que comparta el té con la familia. Mateo no sabe quien es la chica que le habla. No recuerda nada de ese rostro, pero hay algo en ella que lo hace sentir mejor. Le sonríe y la toma de la mano. Si pudiera pensar, si sus ojos aún fueran capaces de traer a la mente imágenes claras, sabría que por la frente de la chica corren líneas de sudor salado que arrastran el maquillaje. Sabría que ha llorado. Que hace unas horas pensó en suicidarse. Si sus manos aún sintieran algo, podría saber que las manos de ella están húmedas y arden, pero nada de eso es posible. En su cabeza sólo resuenan voces que lo interrogan y una tristeza amarga que se le cuela hasta la garganta. Amarga y fría.

Suben juntos al segundo piso. Desde los enormes parlantes ocultos, suena la música de Sex Grang Children. Mateo mira a la chica a los ojos y la besa. No necesita hacerse preguntas. Mucho menos tratar de comprender algo. Toma con una mano el cuello de la muchacha y acerca su cabeza sin dejar de mirarla. La chica tiembla. Sus labios se abren y por un instante el sabor amargo de su propia boca se diluye. Trata de distinguir el sabor que llega a su lengua. Canela. Piensa..

IV

Paul los contempla apoyado en un muro, moviendo la cabeza al ritmo de la música y se arregla el pelo. Mira de reojo la mano de Mateo, que toma firme la delicada cintura de la chica mientras camina hacia el bar. Pide un vaso de agua mineral. Nunca ha tomado alcohol. En realidad jamás ha probado algo más fuerte que la leche. ¿Para qué? Lo que lleva dentro es más que suficiente, y tampoco quiere apagarlo.

Esta noche ha querido hacer algo distinto, aunque le es difícil saber de que habla. Tal vez se trate de la chica que lleva al lado. Tal vez otra cosa, completamente distinta. Si pudiera confiar en sí mismo, sabría que en realidad no la conoce. Que nunca antes han hablado, que la chica simplemente se ha vuelto loca por él y que después de llorar por horas ha decidido que si lo encuentra no lo dejará. Él no sabe que si la hubiera despreciado, ella habría caído al suelo frente a sus pies y se habría aferrado a sus piernas gritando y jurando que se mataría.

Pero nada está planeado. Eso sí lo sabe bien. Ese es su único consuelo. Ya no hay más cuentos largos que sirvan para llenar de sentido la estupidez de otros. Batcave huele a sudor, la chica a su lado huele a maquillaje. Mateo jamás ha olido a nada que se pueda reconocer. Quizá huele a sí mismo. No es posible saberlo.

Mira de nuevo a la chica, le grita algo al oído. Virginia, contesta ella sonriente, y lo besa en los labios. Él la toma por la cintura mientras intenta comprender cuanto depende la belleza de una cintura diminuta, de la manera en que las vértebras se quiebran bajo sus brazos. Tampoco lo logra y suspira impaciente. La besa con rabia. La lleva a un rincón y acaricia su cuerpo. No siente casi nada. Tal vez un sabor leve a canela. No le extraña que sus padres no entiendan nada. Después de todo, lo que ocurrió no fue tan grave. Pero para Mateo las palabras son toda. Las palabras tienen que tener algún sentido, y por eso ha leído toda su vida, sin parar. Por eso, hasta ahora, hasta que llegó a Londres, con su Inglés anquilosado de Macbeth, de Yeats, de Nabovok… de Williams, jamás se sintió parte de la realidad, jamás tuvo ni siquiera una idea de lo que eso pudiera significar.
Dafneforias


I

Había llegado a preguntarse acerca de todo. Había repasado cada palabra hasta convertirla en aquel sin sentido originario del que todo niño ha sido testigo.

Jamón. Jamón. Jamón.

Preguntar o preguntarse, después de todo, es un acto totalmente inútil, pues el idioma de las preguntas jamás es el mismo que el de las respuestas.

No quedan más preguntas por hacerme, se había dicho días antes, sin reparar en lo absurdo de sus palabras ni en la imperdonable vulgaridad de la renuncia. Irse, había pensado. Tomar el par de papeles escritos, y con la vaga idea de que lo dicho pudiera significar algo… dejar las llaves puestas y las cañerías corriendo hasta inundar todo lo que se pudiera…

La última pregunta fue la menos relevante.

¿Podré irme ahora?

O quizá, planteado de otra forma muy parecida, cobrara algún sentido:

Un modo de comenzar sería irme ahora.

De todo esto tengo sólo ideas difusas. No he tenido el placer de escuchar sus pensamientos, por lo que gran parte de mis reflexiones acerca de estos hechos no son más que inventos de mi propia imaginación. Los hechos mismos, en cambio, están ahí, tan concretos como las palabras puedan fijarlos.

II

Comienza, entonces, con un diálogo:

¿El señor Montes, supongo? Ha dicho una mujer, parada frente a la puerta de un departamento casi vacío. Si alguien hubiera tenido el cuidado de verificarlo – por ejemplo mirando el reloj – podríamos estar seguros de que a las tres de la tarde había comenzado a llover.

Una mujer joven y pálida ha tocado con los nudillos la puerta de madera antigua de un departamento del Centro. Sus uñas están pintadas de un rojo intenso. Al mismo tiempo, ha escuchado del otro lado de la puerta el timbre de un teléfono. Se pregunta si será posible. Si alguien podría haber llamado para advertirle, pero lo duda. Se mira las manos y las uñas recién pintadas, y luego respira profundamente.

Con los nudillos golpea nuevamente sobre la madera. Trata de escuchar.

Dentro del departamento debiera haber alguien, y de hecho lo hay. Es un hombre. También joven, tal vez un poco mayor que la chica. Unos veinticinco años a lo sumo. Ella no conoce su nombre, pero eso no es nada raro. Todos los llaman Exequiel, y para ella es suficiente. Sabe perfectamente quien es.

Sabemos que el hombre abrirá la puerta en cualquier momento y dejará que la mujer entre.

Pero aún es pronto.

No abre. Escucha a través de la puerta y pregunta algo.

La mujer repite las mismas palabras:

¿El señor Montes, Supongo?

Desde el otro lado de la puerta alguien le responde:

Eso depende de quien pregunte;

La mujer no alcanza a entender. Golpea nuevamente.

El hombre abre apenas, asoma la nariz y los ojos. Aún tiene puesta la cadena de seguridad:

Ella se aleja un paso:

¿El señor Montes, Supongo?

El hombre abre unos centímetros más la puerta, sin quitar la cadena:

Eso depende de quien pregunte;

Ahora es ella quien lo mira. Se tapa la boca con la mano intentado evitar algo. Se aprieta los labios y la nariz con angustia. Luego desiste y un ruido sordo se escapa de su garganta: Ríe. Sin parar. No puede evitarlo.

Es 1986 y en Santiago de Chile se anuncian lluvias.






III

Vivir de tal modo que ya no tenga sentido vivir… vivir para la muerte, sólo confiando en la existencia de algo que no es esta vida… como si todo fuera sólo un paréntesis. Los caramelos de menta esparcidos en la sala de espera de una consulta, tras la cual, irremediablemente, alguien nos diagnosticará un tumor terminal. Así no, se ha dicho. No de esa manera.

Entonces ha sentido los golpes sobre la madera. No los esperaba, no ahora. Aunque las claves existan, aunque todos estos meses sólo hubieran tenido sentido porque esto podría ocurrir.

¿Cómo partir, se ha dicho? ¿Cómo explicar a quien sea que ha llegado hasta aquí, que ya estoy fuera? Sonríe.

Suena el teléfono. No sabe si contestar o ver quien llama a la puerta. A pesar de sus decisiones de último minuto, la costumbre lo hace coger la pistola cargada. Martilla. La deja en el aire. Tomo el teléfono.

No abras, le dicen del otro lado de la línea. Luego cuelgan.

Exequiel se ríe de sí mismo. ¿Quién mierda sabe?

Camina con el arma en la mano. Mira hacia atrás. Hacia una ventana abierta que da al parque y alcanza a respirar algo del olor de la lluvia.

¿Quién es? Grita a través de la puerta sin abrirla.

¿El señor Montes, Supongo? Dice una voz desde el otro lado.

Esa es la clave.

Se rasca la cabeza, y contempla la absurda posición en la que se encuentra. El teléfono le ha advertido que se trata de una trampa. Sin embargo el teléfono no es más seguro que la contraseña.

Se vuelve a reír de sí mismo. Ya ha decido dejarlo todo. Jugará cualquier carta, qué importa.

Eso depende de quien pregunte; vomita maquinalmente.

Al parecer no lo han escuchado. Una voz de mujer repite la clave desde el pasillo. Exequiel siente curiosidad y decide ir más lejos. Abre la puerta sin quitar la cadena. Sabe que es un acto estúpido. Que es casi seguro que lo recibirá un balazo en plena cara, y sin embargo estira la mano hacia la manilla, quita los seguros y empuja la puerta sólo un poco, pero bruscamente, mientras en la otra mano lleva la pistola que mira, tuerta, a través de la rendija.

Afuera, se escucha el silencio. Por un instante siente miedo. Una mujer lo mira con ojos de animal asustado y sin embargo, le parece demasiado bonita.

La mujer da un paso atrás bruscamente. Exequiel reacciona atento. Está a punto de disparar pero se detiene.

Esto no es una trampa, estúpidos.

Su mente rueda. Maldice a quienes reclutan universitarias aburridas de tanta saciedad, de tantos padres ricos. Esto no sirve de nada.

¿Qué significa esta mierda? Piensa y se toma la cabeza con la única mano libre.

¡¿A quién se le ocurre mandarme a esta chica?!

¿El señor Montes, Supongo? Repite la mujer con voz tranquila.

Eso depende de quien pregunte; contesta él, y espera la culminación de la clave sin quitarle los ojos de encima.

Entonces, sin explicación, ella comienza a reír.

IV

La chica que hasta hace unos momentos se reía sin motivo, por fin se ha calmado. Contempla al hombre con vergüenza. No es esta la manera en la que había imaginado comportarse, y sin embargo el hombre al que hemos llamado Exequiel, ha sonreído y está a punto de abrir completamente la puerta.

La mujer aferra el libro compulsivamente. Le han dicho que él ya no es de confianza, que debe tener cuidado, que por ahora sigue adentro, pero que debe sospechar de todo.

Ella sólo debe dejar el libro y repetir unas pocas instrucciones de memoria. Luego saldrá por la puerta y caminará hasta el metro. Eso es todo.

Exequiel por fin abre la puerta. Mira a la mujer a los ojos y vuelve a sonreír. No ha pensado en hacerlo. Ni ahora ni antes. Ha bajado la pistola y la sostiene detrás de la espalda. Pone el seguro del arma por puro reflejo. Ya se siente seguro.

Esta chica no va a matarme, se dice con aburrimiento y la mira nuevamente. Es ella la que tiene miedo de quien soy. No de mi rostro presente ni de mi cuerpo, sino de mi historia y de todo lo que le habrán contado. Yo en cambio sólo tengo miedo de sus ojos, demasiado verdes para ser azules.

La mujer lo ve sonreír y el miedo vuelve. Respira. Este hombre podría matarme, piensa. Quizás me mate. Piensa.

Cuando el hombre abre la puerta, la mujer está demasiado avergonzada para actuar del modo correcto. Lleva demasiado tiempo pensando. Analizando. Siente que algo está mal y que ella no debería estar parada ahí, junto a esa puerta, riendo a carcajadas.

Por eso lo mira a los ojos. Por eso necesita disculparse en cada gesto. Aún no sabe como pudo ocurrir. Que le ha pasado a sus labios que se han descontrolado de manera tan absurdo.

De pronto cada suceso, cada palabra en clave, le ha parecido la más oscura de las bromas. Es sólo eso.

Pensar en las palabras en clave la trastorna, intenta recordar el fin de la contraseña pero sabe que será imposible, que comenzaría nuevamente a reír. No dice nada. Tiene ganas de ir al baño. Cruza instintivamente las piernas para contenerse. El hombre lo nota. Su rostro se mantiene inmutable, a la espera de algo que ya no llegará.

¿Tienes un baño? Dice de pronto y sabe que con cada palabra las cosas empeoran.

Él le hace un gesto con la mano. No está desconcertado. Sólo siente curiosidad. Esa puerta, dice. Ella camina. El departamento es enorme y en la sala casi no hay muebles. Sólo libros esparcidos por todas partes y algunas fotografías de calles. Ella supone que es Europa. Algo sabe de la persona que tiene enfrente.

La chica se mueve despacio, intentado no mirar hacia atrás. Sabe que está dándole la espalda, pero pensar en que él pueda matarla así, ahora, antes de haber ido al baño la hace volver a reír. Por fin llega a la puerta, la abre despacio y luego la cierra de un golpe. Sus manos bajan telas y cierres apresuradas. Cae en la tasa. Suelta un chorro fuerte y sonoro qué, está segura, es audible desde el lugar en el que se encuentra Exequiel.

Comienza a reír a carcajadas. Ha sentido vergüenza. Ella que sabe que este hombre puede aún matarla, sólo está preocupada del sonido de la orina rebotando contra el agua del estanque. Se limpia apurada. Se lava las manos con jabón y vuelve a la sala con el libro aferrado en la mano.

El hombre ya no está.
Crepúsculo de los Ídolos

I

La manera antigua ya no existe. No se trata de negar el que algunos mantienen dentro de sí esa forma anquilosada, pero no tiene ningún espacio, por lo que sólo quedan dos alternativas para ellos. O mienten o se quedan callados para siempre. La mayoría opta por mentir, claro, para un artista quedarse en silencio simplemente no es posible.

Yo soy de estos últimos, y estas palabras son la prueba. Al decir que miento no espero caer en ningún truco de palabras.

Nada de lo que digo es verdad. Jamás. La verdad no tiene espacio en el nuevo mundo.

Pero tampoco es tan fácil. Digo siempre lo mismo. Lo mismo que habría dicho en otro momento, o bajo otras circunstancias. Sólo cambio yo. Sólo yo sé que miento.

Un problema de puntos de vista, dirán. Claro que sí. Es sólo un problema de puntos de vista, porque el arte ha perdido ya todo prestigio, toda intención de verdad, y los poetas ya no asesinan a nadie. Los asesinos son otros, mucho menos crueles. No hay ningún peligro en un poema. El peligro está en las chequeras brillosas que en cualquier momento se desenfundan para comprar una traducción española de Apollinaire.

Por eso podría partir todo esto de nuevo. Explicando el sentido del proyecto en el que me he embarcado. Este proyecto ingenuo que sólo yo conozco, aunque ya esté en los periódicos y cuente con el auspicio metálico de varias corporaciones.

Pero nada de eso es posible mientras aún mienta. Y en cambio, lo que hago es quedarme muy quieto en el mullido sillón de mi estudio y mirar por la ventana a la espera de una señal que me haga tomar el teléfono para romper, de una buena vez, con la duda que me ataca desde el inicio.

Hay una carta. Esa carta no debiera estar en mis manos. Ni siquiera sé si es real, pero ese es el verdadero comienzo de todo. Por ahí debiera partir. Creo.

Naturaleza Muerta con Tetera

I

Mamá:

Espero que no te moleste que en esta carta sólo hable de mí. También supongo que te parecerá extraño que te escriba de esta manera. Como si estuviéramos lejos tu y yo, que siempre hemos estado cerca. El problema es que sí estamos lejos, mamá y es de eso, justamente, de lo que necesitamos hablar.

Ya sabes que el papá está en lo que está. Por eso no creo que haga falta entrar en detalles. El papá quiere escribir un libro. Es decir, quiere hacer una muestra que culminará en un libro. A él lo que le preocupa, creo, sólo es eso. Y a mi, en cambio, lo que me preocupa es que se sienta obligado a ciertas restas que harían injusto su esfuerzo.

Quiero tratar de ir en orden, mamá, pero no es fácil, porque soy yo quien debe plantear cosas que tu debiste haberme planteado desde hace años. ¿Quién es Exequiel? O tal vez te lo debería preguntar de una manera completamente diferente: ¿Exequiel es uno de los nombres de Jorge Marcharnt?

¿Te das cuenta, mamá, de lo lejos que estamos?

Te preguntarás, ahora, que es lo que sé, como lo supe, todas esas cosas que te deben agobiar. Sé también que ahora, mientras lees estas palabras te duele el estómago. Sientes una puntada seca en el centro del cuerpo y quizás hasta te falta el aire. No es mi culpa mamá. Tal vez tampoco sea tuya, pero necesito una respuesta y la necesito ahora.

No sé lo que siento yo, ahora que estoy segura. Ese hombre no significa nada para mi, salvo el hecho de que es la causa de que mi madre me haya mentido. Ya tengo 19 años, mamá, no pretendo iniciar ninguna berreta. Tampoco hay nada que ese hombre me adeude, porque estoy completamente segura de que no sabe una palabra acerca de mi existencia. Y a la vez, sabes, me siento aún más en deuda con el papá. Mira que madura, ¿no?

En fin, te digo que no sé bien como me siento y eso no es del todo verdad. Desde que supe esto no he podido parar de estudiar su obra, de darle vueltas en mi cabeza, de encontrar en mi todo lo que pueda haber heredado de ese señor. ¿Por qué él? Me he preguntado varias veces. Por qué no un simple desconocido, alguien de quien no se sepa nada. La respuesta, claro, me la das tú. No eres así, no mamá, aún entonces, cuando ese hombre no era nadie, tu ya sabías. ¿Sabías?

Voy a hablar con el papá. No sé muy bien como lo haga pero quería decírtelo. Durante este tiempo, he decidido que sí voy a influir, que lo obligaré a incluir a Jorge Marchant y también a Mateo Alvear… guau! Mamá. ¿La preciosa Antonia se quedó helada? ¿No? Ese nombre no te dice nada; Yo creo que sí mamá, y aquí está lo peor. Lo conocí. Estuve con él, en París.

¿Cómo? Te reirías mamá. Por casualidad, mamá. Yo caminaba por el Pompidour y ahí estaba él. ¿Lo recuerdas mamá? Claro que lo recuerdas. Me reconoció mamá. No lo creerías, pero eso de que tu y yo somos como dos gotas de agua le jugó a él una broma bastante macabra. Yo iba con la Antonia Oviedo, ¿Te acuerdas de ella? Bueno, caminando por un pasillo largo del segundo piso, justo debajo de las cañerías azules y al entrar en una sala nos lo encontramos de frente. Yo me quedé pegada. No me preguntes por qué, eso lo sabes bien. No es alguien que pase desapercibido. Lo quedo mirando, fijo, rara, turbada… Y entonces el me dice… Antonia… y yo miro a la Antonia que no entiende nada, pero no, él me habla a mi… se me acerca, me toma del brazo, me habla brusco. Antonia, me dice, soy Mateo.

Lo supe casi de inmediato, al oír su voz, al oír la manera como te nombraba. No me preguntes cómo pero no tuve dudas.

Me confundes con mi madre, le dije y lo miré nuevamente, soy la hija de la Antonia. El se toma la cabeza y asiente. Claro. Claro, y ya no sabe que más decir. En cambio yo si supe, mamá. Vaya si supe.

Hablamos largamente de ti, mamá. De ti, del papá, de Jorge y de mí. Si, de todo eso.

¿Cómo sabe tanto?

En fin mamá, ya vez, la preciosa Antonia Miquel de pronto resulta atrapada en sus mentiras por la más absurda de las casualidades. Y tan bien que te va con el pescado y con las palabras y la moralina.

Debo reconocerlo, vieja, Mateo es fascinante, no sabes como te entiendo. Y no sabes como te envidio. De eso no te culpo. No hay fidelidad que valga, yo tampoco me habría aguantado. Pero permíteme al menos que me ría.

¿Recuerdas sus ojos?

Yo los recuerdo a cada rato. Quizás sea por eso que quiero que el papá lo traiga. Si, hablamos del papá. Se conocían bien. Eso sí que no lo sabías. ¿Ves? ¿Ves? Cuan lejos estamos mamá. Él y el papá se conocían muy bien. Ninguno de los dos te lo dijo, a ambos los debe haber complicado el tema. Porque el papá lo supo, mamá, y habló con Mateo… mmmm… ¿Estás desesperada? Siempre lo supo. Se lo contaron en cuanto llegó a Londres. Cuanto lograste pasar con él. Mateo dice que casi un mes. No me da detalles, claro, aunque yo le pregunto. Pero puedo imaginarlo todo. Tú en los 30, él aún en los 20.

La preciosa Antonia… y el extraño y genial Mateo Alvear… eso te pasa por tonta mamá, aunque sabes, de verdad me es imposible culparte… Estar con él es todo lo que se pueda imaginar… mucho más de lo que una se imagina cuando lee sobre sus cosas, sobre sus montajes. ¿Sabes en lo que está, mamá? Está haciendo fotos a mano. ¿Te sorprende?

Te explico:

Tiene una cajita de cartón, en la base de la cajita, como si fuera una cámara de esas que se hacen en el colegio, hay un vidrio cuadriculado. Él mira a través de la cajita y dibuja sobre los cuadros. Luego los pasa a un papel, y luego a la tela. Unas telas enormes, de tres o cuatro metros cada una.

¿Realismo?

Ni en broma, mamá, lo que sale de ahí no tiene nada que ver con la realidad. Tengo que hablarlo con el papá. Sabes, tengo que explicarle que Mateo Alvear no puede estar afuera. Que todo lo que está haciendo quedaría trunco, sabes, completamente trunco.

¿Te cuento algo más?

Dormimos juntos… si mamá, en la misma cama en un pequeño Hotel de la campiña. Si él hubiera querido, me podría … bueno, eso creo que lo puedes suponer… pero no quiso. Y fue bastante ridículo, porque todo eso del viaje lo inventé yo. Quería conocer su taller. Le insistí tanto. Yo creo que tú ya sabes como es él. Aunque te informo que se ha vuelto bastante más humano con el tiempo ¿No lo crees? Bueno, deja que te cuente. Nos metimos en su auto, un jeep Land Rover nuevo, cómodo, burgués. Yo dejé a mis amigas en París y prometí volver en 2 días. Me pasé sólo en uno, y avisé y todo. Tu princesita se portó de lo más bien.

Manejamos por la campiña por varias horas y finalmente paramos en un hotel. Yo estaba feliz, mamá. Lo miraba y trataba de imaginar como alguien puede ser tan perfecto sin hacer nada. Absolutamente nada.

Nos bajamos, y él pidió dos habitaciones. Yo lo quedé mirando, el me sonrió y me preguntó si pasaba algo. Yo le sonreí y con mi precioso francés de la Alianza dije que no, que con una estaba bien. Él me miró, no dijo nada, firmó los papeles y un botones nos llevo a la habitación.

Comprenderás, mamá, cuál era mi plan. Ya sé que no te puede causar mucha gracia que tu hija se estuviera preparando para hacer el amor con tu ex amante. Pero ¿me culpas? ¿Qué habrías hecho tú? No te puedes imaginar lo caliente que estaba, mamá, las ganas que tenía de hacerlo con él.

Dejamos las cosas en la habitación y bajamos a comer. Te puedo jurar que habló. Habló mucho, aunque los temas peliagudos lo complicaban. No debió hablar tanto, ahora lo sabe, pero estaba demasiado encantado por haberte encontrado ¿me explico?

Y por eso calló en su propia trampa, por eso no recordó nada de lo que debía olvidar y me preguntó por mi padre. Yo le respondí pensando en el papá, pero no, el comenzó a hablar de alguien más, a decirme que habían estado juntos en Roma hacia un mes, y que increíblemente no habían hablado una palabra de ti. Ahí escuché su nombre por primera vez, y también el nombre por el que tú lo conociste esa tarde, y luego muchas otras tardes.

Jorge Marchant, el mismo a quien todos ubicamos, el pintor aclamado, el talentoso y lleno de manías… Jorge Marchant y no… no Martín Estrella es mi padre.

Sabes como me quedé, mamá. Como palidecí. Como palideció él al darse cuenta que yo no sabía nada. ¿Me puse a llorar? ¿Que crees? Lloré como una niña, le pedí que me explicara, le dije que mentía, pateé, le pegué… Si mamá, le pegué dos patadas en las piernas a tu precioso Mateo Alvear. Pero luego todo se volvió claro. Y a mi lo único que me volvió fueron las ganas de tirármelo. A las cinco de la mañana nos fuimos a acostar, yo borracha, el no – ya sabes.

Al llegar él se quitó los pantalones y se metió a la cama con la polera que llevaba puesta. Yo hice lo mismo, pero ya en la cama me saqué los calzones y el sostén. Lo abracé. El me miró y me dijo buenas noches. Se dio vuelta. Que desperdicio, vieja, lloré de rabia.


Happening & Fluxus

I

La Soledad

Me quedé quieto todo el tiempo que pude. Con dos dedos tapándome la nariz y los ojos y la cabeza y la frente llenos de espuma. Bajo el agua el silencio era casi absoluto, a no ser por las gotas de agua cayendo despacio desde la llave de la tina y su gotera perpetua. Ese sonido era tan exacto como yo era capaz de percibir. Tac ... Tac .... Tac. Podía sentirlo en el cuerpo, casi como una vibración que me recorría; como una constante simple que me permitía mantener la atención puesta en algo, mientras comenzaba a revolver la cabeza espumosa en el agua celeste y casi hirviendo. Después de sacarme la mayor parte de la espuma de los ojos pude abrirlos y mirar, como un gatito recién nacido, el mundo celeste bajo el agua estancada de mi tina.

Ahí está mi pecho, con algunos pelos que flotan con su tono castaño rojizo y desteñido; más allá mi sexo, rodeado por todos los flancos por una especie de virutilla delgada y a la que se han adherido minúsculas partículas de jabón y shampoo. El agua hirviendo ha convertido mi piel en una especie de masa roja, a punto de ampollarse. Pero esa es la gracia, pienso divertido, mientras trato de abrir el agua fría con la punta del dedo gordo, un poco arrepentido por esta escena de masoquismo privado que comienza a torturarme.

Al sacar la cabeza del agua vuelvo a oír desde lejos el equipo de música prendido. “Within You Without You”. Algo en mi mente se despeja al escuchar esa mezcla de instrumentos orientales que declinan para dar paso a una voz conocida y apagada. Que bueno que prendí ese incienso de mierda, no sé, me facilita trasladarme al espacio que va dejando la música. Como si sólo ahora existiera la posibilidad de conocer, al fin de cuentas, las posibilidades vocales del viejo George.

¡Con esta si que las mataste viejo! Me digo tarareando a medias y tratando de reproducir la cadencia de la canción “We were talking - about the space between us all/ And the people - Who hide themselves behind a wall of illusions”

Todo eso es cierto, mierda, pero a estas alturas que puede importar. Me paro despacio para no botar demasiada agua, pero la tina está hasta el borde así que chorreo igual varios litros que se estrellan ruidosos contra la cerámica del piso.

Cierro los ojos con esa tranquilidad remota y triste de estar en pelotas, colorado entero por el agua caliente, y con una toalla chica que a penas me cubre el pelo demasiado largo para mi edad. 30 putos años. Yo no quería llegar hasta acá. Por lo menos no quería llegar de esta manera, pero aquí estoy, en pelotas, con una toalla en la mano y agua por litros bajo los pies.

Es bueno vivir solo. Lo digo por este tipo de cosas. Que a nadie le importe que el agua chorree hasta el living, que nadie lo sepa.

I read the news today oh boy/ About a lucky man who made the grade/ And thought the new was rather sad.. Demás que si, sí ahora me hubiera electrocutado con la lampara, o cualquier lesera por el estilo, algún extraño enterado por el diario, tal vez pensaría en la futilidad de la vida, en la injusticia de que pasen cosas así .... alguien tan joven y sano ..... pero, que huevá, nadie sabría un carajo ¿no? Esa es la gracia de estar así de solo. Nadie sabría de verdad un carajo.

Tengo ganas de cambiar la música que me anduvo deprimiendo. Pero también tengo ganas de fumar y tomarme mi Whisky de las seis. Desde aquí no alcanzo a ver la radio, pero sí veo mis puchos así que no dudo mucho ante la alternativa y prendo un lucky que se humedece entre mis dedos. Camino todavía desnudo, pero un poco más seco, hasta el bar que está al lado de la cocina. Me agacho para tomar la botella de Jack y al hacerlo mis testículos se bambolean con un movimiento pendular que me da risa. Repito el movimiento un poco más fuerte y veo como mi pene, totalmente lacio, se levanta y cae contra el escroto con suavidad. Treinta putos años, por la gran mierda. Este va a ser un día de recogimiento y reflexión. Osea, de borrachera intima, callada y .... y sin hielo .... que se acabó ....

La única manera de vivir es sabiendo que después de un rato, ya no va a ser necesario. Así me dejo arrastrar por las cosas, de otra manera tal vez no podría levantarme en las mañanas. Dejé el teléfono descolgado, por las dudas, nunca falta el huevón buen amigo que quiere saludarte por tu cumpleaños. Un montón de whisky es lo único que quiero para celebrar. Aunque después me sienta pésimo; aunque se me vaya el estomago por el water; aunque mañana no sea capaz de levantarme. ¿Que importa? Jamás hago estas cosas, al menos desde hace tiempo que no las hago y por eso mismo siento que es la manera de celebrar. Si, con una pendejada un poco histérica, que me recuerde que aún no soy un tipo maduro, diga lo que diga el calendario risueño de la pared.

II

Me desperté con el ruido chirriante del timbre y un coro de voces que habían pasado desde la gentil llamada a una sarta de insultos, en las que confusamente podía distinguir mi nombre.

Santiaaagooo!!!, Abre mierdaaaa!!!! Estay sordo!!!!

Cresta, pensé, ahora si que me voy a la gran cresta. Entre sueños miré la hora. 11:50. Puta la horita. Me quedé dormido más de 4 horas. ¿Desde hace cuanto que estarán haciendo escándalo estos idiotas? Me paré con una torpeza confusa. Me toqué la cabeza con las dos manos. Me la remecí y me di cuenta de que ni siquiera estaba borracho. Al lado del sofá, amarillo, el vaso de Jack casi lleno. Cero alternativa de zafar, me dije, ésta no me la saco ni por curao.

Me puse un pantalón apurado, me acerqué al balcón y lo abrí de par en par. Abajo, Martín y Jorge parados en la calle y más allá el auto de Daniel.

¡¡¡Ya voooyyyy!!!, pero déjense de gritar montón de cabrones.

¡¡Abre la puerta huevón será mejor!!, que si nos quedamos más ratos alguien va a llamar a los pacos, me grita Jorge muerto de la risa y agitando una botella de Ron abierta.

Caminé los metros que me separaban del citófono y apreté el botón sin mucho ánimo. A los tres minutos me encontré en medio de una confusión de abrazos, apretones y golpes en la cabeza.

¿¿Vos creiai que te íbamos a dejar solo?? No poh mijito, pa´que están los amigos. En la buenas, en las malas y hasta cuando no tengai ganas compadre, que ya estai de vuelta en chilito y aquí la cosa es muy distinta.

No sabré lo distinta que es, pensé para mí, allá a nadie se le habría ocurrido llegar a mi casa sin llamar. Pero, igual lo prefiero, así me criaron, como decía mi vieja. Chileno y na’ que hacerle.

Ya compadre, se nos termina de vestir y salimos a celebrar su treintena.

La voz de Martín me parecía una especie de murmullo lejano. ¿Por qué tengo que celebrar algo que no quiero celebrar? Pero no tengo ánimo para decirles eso, sé que de verdad están preocupados por mí, que desde que llegué han tratado de hacerme sentir que soy parte de algo y que .....

Oye ya poh!! Te vas a vestir o quieres que nos vayamos???

No, denme un segundo y estoy listo. Me había quedado dormido. ¿Adonde tienen pensado?

AHHHH, sorpresa, sorpresa se ríe Daniel. Ya vas a ver. Tu te vistes y nosotros nos encargamos del resto.
4

Estoy adentro del auto de Daniel, sentado en el asiento del copiloto, atrás va Martín, tomando cerveza en lata y coreando una canción que no reconozco. ¿Como está la Isabel? le pregunto a Martín y Daniel me hace un gesto con las manos de “nooooo, mala pregunta”. Martín apura la lata y se ríe con pena. Me dejó la semana pasada. Creo que la cosa viene en serio.

Me doy vuelta y miro a Martín para calibrar su estado de ánimo. Está pésimo, pienso, pero le sonrío y trato de hacer alguna broma simpática. Ahhhh, igual me complican más los niños, me dice serio, ellos están re mal, pero ..... bueno compadre ..... otro día hablamos largo, ahora hay que matar las penas. Demás, le contesto, mientras intento dilucidar cuales son las penas que tengo que matar yo.

Bueno Santiago, que tal la vida de vuelta me dice Daniel. Sabís que .... rara .... le contesto, igual fueron 2 años y la vuelta ha sido dura. Osea, los primeros días no te dai ni cuenta, pero ahora que ya va a ser ... a ver ... 1 mes, claro, oye, cómo pasa el tiempo ... 1 mes .... todavía no logro aclimatarme demasiado, pero creo que es cosa de tiempo y, no se, no es Chile, acá las cosas están igual, más bien es mi relación con todo ... no se si me entiendan pero esto de cumplir 30 me tiene realmente jodido....

Daniel me da un golpe cariñoso en la cabeza y se ríe. Creo que te entiendo perfecto compadre .... a mi me faltan 2 meses y te juro que ando insoportable.

De pronto veo el auto de Jorge justo al lado, haciéndome señas para que abra la ventana. ¡Ya, ahora me siguen a mi! Le hago un gesto de afirmación con el pulgar y le repito la información a Daniel. Este Jorge! No entiendo porqué se quiso ir solo. Huevás de él no más.

¿Me podrían decir adonde vamos?

Sorpresa, Sorpresa!!! Grita Martín desde atrás. Te das cuenta compadre que desde que llegaste, los únicos dos que seguíamos emparejados cagamos. Según Jorge, hay que celebrar el regreso de los 3 mosqueteros, que en realidad son 4. ¡Y que mejor que el día del cumpleaños de Aramís!

Que increíble!!! Que este huevón se acuerde. Jorge era Athos; Martín era Portos; Daniel, Dartagnan, porque llegó último, y yo Aramís. No sé porqué lo elegí, estabamos como cuba de borrachos y me pareció el más digno. Ahora, con el tiempo, he seguido identificándome con un poco de risa con ese personaje tan contradictorio. Bueno, aquí estamos de vuelta, todos solteros, lo que un sábado a las 12:30 parece un milagro, pero el Lunes a las 9 y media, en mitad de las noticias ... puta ... ahí quien sabe.

5

Estos huevones están realmente locos. Después de una hora de viaje caché a donde íbamos. Ahora estamos en el campo de Jorge en Los Andes, hacía años que no venía por acá y es tan raro. Jorge se lo compró a sus viejos en un acto de romanticismo que entiendo bien.

Cuando llegamos, Chamelo, el cuidador, nos abre el portón muerto de sueño, pero con una de esas sonrisas de siempre, como de perro viejo y fiel. Adentro de la casa está la mesa puesta y la Meche, toda sonrisas me palmotea cariñosa. Hay Chaguito, por ser usté no más que me quedo hasta estas horas. Que rico que esté de vuelta. La mujer mira a Jorge y lo apunta con el dedo.

Don Jorgito, hasta acá no má llego yo, ahora se las arreglan solitos los caballeros. Mire que iban a llegar a las 11, los perlas ... ya ..... el postre está en el frigider y las ensaladas arriba de la mesa. La carne se la dejé al laito del fuego pa que no se les enfríe no más. Jorge le hace un gesto de gracias a la vieja y le pone un billete de 10 mil en el delantal. La mujer sonríe un poco avergonzada y se va con pasos cortos y rápidos.

No alcanzo a entender muy bien esta idea de celebración, pero me gusta, dios sabe que era justo lo único que podía necesitar. Yo esperaba una discoteck y ruido ... que se yo .... pero esto otro de verdad me alegró.

Chameeelo, grita Jorge llamando al cuidador, acuérdate de ensillar las yeguas pa’ mañana que salimos tempranito. Yo me acerco a Jorge y le doy un abrazo fuerte. Este huevón si que me conoce, pienso, mientras tomo una copa de vino tinto que me estira Martín.

Vos creiai que te íbamos a tener minitas huevón!!! Me dice Daniel mientras abre otra botella de vino. Las güenas peras compadre, te vay a tener que consolar con la cuchara, que te la ensillaron más suelta que la última vez. Todos nos reímos por uno de esos recuerdos repetidos. Mi cabeza cayendo al medio de las moras y la yegua bufando, como si comprendiera que el motivo de la broma fue su corcovada.

Levanto la copa de vino y hago un brindis. Gracias, en serio, me hacía falta una buena mona con los amigos.

Daniel se me acerca por detrás y me abraza. A todos nos faltaba compadre, na’ de minas por un día es sano, ¿no cree? Además, estamos en semana santa poh huevón, así que a puro tinto no vamos a tener que ir. Lo miro y le sonrío y los dos entendemos. Dios, como me trae recuerdos este lugar, pienso.

6

El aire frío de la montaña terminó por despertarme. Daniel y Martín van adelante, unos cien metros, y yo converso con Jorge de cualquier cosa, como si inconscientemente ambos estuviéramos tratando de no entrar en tema. Es que son demasiadas las cosas que tenemos que contarnos y ... y eso .... creo que por lo mismo es mejor no hablar de nada por un rato, ya habrá tiempo.

Es rara la intimidad que se logra con cierta gente. No sólo se trata de conocerse mucho, de saberse mucho, que ya es algo complicado de manejar, sino también de otras maneras de comunicarse, manejando códigos que no hace falta nombrar y que son, en definitiva, la parte más clara del saberse parte de algo. Desde que llegué, no he conseguido involucrarme para nada en esa dinámica que a los demás les sale tan natural. ¡Que para mi lo era tanto! Quizá es por eso mismo que ahora me cuesta hablar con Jorge, como si cualquier cosa que alguno diga pudiera romper ese mínimo de pertenencia que, mientras no hablemos, sí funciona.

Daniel para de pronto y vuelve al galope desde varios metros más allá. ¿Que le pasó compadre? Le grita Jorge. ¿Te agarró el trauco huevón? Creo que encontré el lugar perfecto para almorzar contesta Daniel desde lejos, ¡apuren la moto que estoy cagado de hambre!

Jorge me mira y me hace un gesto con la cabeza ofreciéndome una carrera hasta la explanada que alcanzamos a ver a unos 200 metros. Yo toco el cuello de la cuchara para confirmar que no esté muy cansada y asiento sonriente. Jorge suelta las riendas del caballo con un gesto de profesional y presiona suavemente los costados de su caballo. Yo lo dejo partir con unos pocos metros de ventaja y arranco al galope. El aire está frío y es delicioso sentirlo sobre mi cara. Unos 50 metros antes de la meta improvisada Jorge está adelante casi por 5. Golpeo despacio los flancos de la cuchara y ruego que esté bien encinchada. Mi cuerpo se desplaza levemente hacia atrás por la inercia y la yegua agarra una velocidad alegre. Casi al llegar, acorto por una pequeña subida de tierra y adelanto a Jorge. Llego a la meta, que no puede ser otra que el precipicio en el que remata la explanada y giro el caballo para quedar frente a Jorge que llega a los pocos segundos. Puta la huevá! Grita al aire. La próxima te vuelvo a soltar las cinchas huevón de mierda. Yo me muero de la risa y acaricio el cuello de la cuchara. Sólo Dios sabe como extrañaba a esta yegua.

Recuerdo perfecto el día en que Jorge y los demás me la regalaron. Me trajeron para acá, a Los Andes, a cabalgar en los caballos del campo y me la mostraron. Faltaban todavía varios días para mi cumpleaños por lo que no hice ninguna asociación. Jorge, como siempre, se dedicó a hablarme de la genealogía de su última adquisición, de los papeles de la madre campeona y esa clase de huevás que sólo yo le escucho. Esa vez, en cambio, en lugar de escucharlo solo miraba a la cuchara a los ojos y la sentía respirar cerca de mi cara, mientras acariciaba su pelaje de miel.

Súbete pos huevón, me gritó Daniel, y yo miré a Jorge con cara de duda. Dele no más compadre me contestó, no se va a romper la tonta, si pa’ eso son. Su cuerpo estaba tibio, había estado caminando en la mañana y su cuello aún latía. La acaricié y me monté sobre esta misma silla que entonces olía a cuero nuevo. Moví las riendas despacio y la hice girar lentamente. ¿Que tal? Me preguntó Martín. Es hermosa huevón, la mejor que he visto en el campo. Era que no, si pa’ los amigos se guarda lo mejor compadrito se río Jorge. No huevón, montala tú le dije, me imagino que estai ansioso. No compadre, el dueño tiene la preferencia.

Mire a mis amigos con cara de incredulidad. ¿No están hablando en serio, verdad?

Martín se me acercó por atrás montado en otro caballo y me palmoteó la espalda. Claro que si compadrito, feliz cumpleaños y na de abrazos porque dan mala suerte si son por adelantado. Yo me bajé de la cuchara y la tome por el cuello, después tome por el cuello a los tres y les di un beso. Puta madre, trío de huevones, gracias. Compadre, me dijo Jorge, aquí está su yegua, y la puede dejar en el campo que va a estar bien cuidada hasta que se la pueda llevar.

Y aquí está todavía, después de 4 años. Después de no haberla visto en dos, bajo mis piernas, tibia.

Abajo todos y a comer gritó Daniel mientras sacaba un bolso con carne fría. Yo desperté del trance más contento, besé las crines de la cuchara y me bajé. Una hora después estabamos tirados al lado de una fogata, tomando vino tinto, comiendo carne a mordiscos y pude hablares. Pude hablar un poco como antes o al menos eso quiero creer.

III
Cuando me dejaron en mi casa me negué a que me acompañaran. ¿Ustedes creen que uno no necesita un poquito de paz huevones? Les solté con buen humor y ellos entendieron. Martín, en un último intento, me respondió que si yo no creía que ellos necesitaban un whiskisito, pero no caí en la trampa así que muerto de la risa lo mandé a tomarse el Whisky a su casa.

Encontrar este espacio fue un verdadero milagro. Adoro el aire a mi alrededor y la sensación de paz que me producen los techos altos y la cantidad infinita de desniveles y orificios y terrazas que uno va descubriendo de a poco. Me encanta pensar que tengo a mi disposición el noble salón de baile de una mansión señorial y que en él puedo darme el lujo de meter con cualquier orden lo que se me ocurra hasta que ya nadie pueda darse cuenta del pasado clásico del rincón.

Son la seis de nuevo, pensé con algo de inquietud y mire hacia el ventanal grande para descifrar esa manera tan especial que tienen los atardeceres de otoño en Santiago. Nada de estridencias, nada de tormentas ni huevás exageradas, sólo las nubes enrojeciéndose como avergonzadas y la luz que nos va dejando con cuidado, muy despacio, para que no nos perdamos ninguno de sus matices. Que buenos techos, me digo una vez más, saltando para intentar tocar el cielo blanco con las manos y feliz por los metros y metros de aire que me lo impiden.

Creo que a la Celeste le habría gustado este lugar. Incluso creo que le habría gustado más que su casa grande y absurda. Pero de eso ya hace tanto que no vale la pena darle vueltas. Ahora lo único que importa es que a mi me gusta y que puedo intuir que una parte importante de mi reubicación en esta ciudad tiene que ver con eso. Hay que trabajar en este lugar, pienso con ánimo. Me queda un puro mes antes de entrar al laburo y quiero tratar de dejarlo listo.

Es cierto, creo que a la Celeste le habría gustado este lugar. También sé que no habría pasado mucho tiempo aquí, que se habría dejado traer algunas veces y que me abría ayudado con ideas y manos y que sus piernas largas habrían dibujado los espacios como sólo ella lo sabía hacer. Pero no habría sido jamás un lugar propio, por más agresividad con la que lo hubiera compartido al principio. Es malo pensar en eso, ya se, pero me cuesta sacarme de la cabeza algunas imágenes, por más viejas que resulten a estas alturas del partido. Puede ser por eso mismo que ahora no me importa que la Celeste ya no esté. No me importa aunque me de pena, y no me importa …. aunque suene raro. Es divertido, después de ella me he vuelto una mierda con las minas, también lo tengo claro, pero las más ubicadas cachan al vuelo que es de puro traumado y corren solitas sin que tenga que hacer mucho.

Miro a mi alrededor. La puerta enorme, el ventanal, las escaleras, el salón. Sobre las escaleras, plataformas y ventanas y rincones que se van escondiendo para aparecer detrás de cualquier remedo de muro.

En un rincón mi colchón tirado y el par de leseras que he podido conservar, veo mi bar esquinado junto a la cocina, las cajas y cajas de libros que recuperé del viaje y de la bodega de mis viejos. Sin pensarlo mucho agarro mi croquera y el lapiz, me siento en mi sillón giratorio y comienzo a dibujar el interior de la casa. Que huevá, tengo plata, tengo tiempo y tengo ganas, así que démosle.
8

Cuando abrí los ojos aún estaba de noche. Tomé el reloj del velador. Las seis de la mañana en punto. Siempre me despierto así, es algo que me sorprende y me da risa. Jamás a las 06:17 o a las 12:03 sino siempre en horas en punto de acuerdo a mi reloj.

He hecho la prueba de adelantarlo o atrasarlo unos minutos y es la misma huevá. Mi organismo toma nota inmediata de la trampa y se acomoda para seguir con su jueguito.

No tengo sueño y siento una sensación rara en el estomago. Como si de pronto todos los jugos de mi vientre se hubieran puesto de acuerdo para batirse apresurados. Tomo el control remoto que está también en el velador y a tientas encuentro el botón que abre el ventanal justo frente a mi cama. Mientras la persiana de genero plegable se recoge. Sonrío solo por la pendejada que fue gastarme varios palos en este sistema que para cualquier mortal sería la huevá más superflua, pero para mi es el paraíso. Adoro poder abrir cada rincón de mi casa sin moverme, sólo apretando botones precisos y sordos. Frente a mi va quedando al descubierto la terraza sobrepuesta sobre los techos y me siento en el aire, como si nada me sostuviera. No hay una estrella en el cielo. Tal vez porque ya está muy claro o por el smog o porque está nublado. Quien sabe.

Trato de cerrar los ojos pero es imposible, así que prendo el equipo de música con más botones y enciendo un cigarrillo. Para esto si que no hace falta tecnología, pienso, mientras el humo comienza a escapar por mi boca y mi nariz, blanco y nítido y desde todas partes me inunda la música.

De mi viejo conservo pocas cosas, pero siempre le voy a agradecer el gusto por Bach. Como dice un amigo, ese huevón se saltó a todos, lo hizo todo y lo hizo mejor. Opacó a toda una época de compositores y dejó a las otras tratando de entenderlo a él.

Las seis y media. A las nueve y media mi primer día de trabajo desde la vuelta a Chile y no sé muy bien si es lo que quiero hacer. Pero que mierda, la muerte de los viejos, el trauma de ser hijo único, podría darme todos estos lujitos sin mover un dedo, pero no me sale. Una huevá de educación o algo así. Me criaron con la idea de que en la vida hay que trabajar y todavía no me siento capaz de darle la espalda a esas clase de cosas.

No conozco ni siquiera mi oficina, no quise ir antes, la última reunión con el dueño fue en un restorán. Ya habíamos hablado algo en la Feria de Amsterdam y el viejo me conoce bien. Fui su ayudante en Taller 2 por años y es un huevón muy choro, pero no se. Afuera me anduve revolucionando y no cacho muy bien como va a ser salir de la gran manzana para caer en la pequeña caja de fósforos. Realmente me sorprendió que don Miguel me ofreciera asociarme. Estoy seguro que la plata que tuve que poner, aunque fue harta, no le hacía falta. Siempre estuvo sólo. Él y sus “arquitectos”, nunca hasta ahora un socio. Tal vez se sienta un poco viejo. La última vez que nos vimos me pareció cansado. Me siento un pendejo, no sé que mierda voy a ir a hacer como socio a un estudio que tiene más años que yo, con decenas de arquitectos con más experiencia.

Adentro de la ducha me doy cuenta que el pelo mojado ya pasa de mis hombros. Bueno, me lo amarro y chao, no serán tan huevones en ese lugar.

La música me tiene hipnotizado bajo el agua caliente. Mi mente está en cualquier lugar observando imágenes. La última tentación de Cristo; el silencio perdido de los corderos degollados; la traición de Virginia; las calles de Santiago como si se tratara de una gran muralla, que va dibujando los metros y metros de soledad que cargan sus seres. Tell y Juan hablan sobre la calle de aceras altas pero no de golondrinas. Tell hace gimnasia sobre la cama y Juan, aunque el flaco no lo haya reconocido muy de frente, le mira los calzones y las piernas a su amante nórdica. Bach aparece por todas partes compitiendo con el gesto Wagneriano de esa mujer que hace bicicletas. Tell se había ofendido un poco con la idea de encontrar a Juan en la ciudad alguna vez, como lo podía haber hecho Marta u otra cualquiera. Tal vez por eso ella hace bicicletas y no dibuja enanos, pero Juan sabe que la mujer entiende cual es la manera de estar juntos y que esa pequeña ruptura es sólo un modo de convivencia. Nada más.

Salgo estilando de la ducha y avanzo hacia las baldosas impecables. Me seco el cuerpo con cuidado y al frotarme el vientre detecto una adiposidad que me llena de rabia. Si no me importara tener un poco de guata a los treinta no pasaría nada, pero ni siquiera soporto tener treinta. Hundo el estomago y veo con un poco de calma que la cosa no está tan grave. Ni modo, vuelta a hacer ejercicio, a correr en las mañanas y toda la huevá, porque una cosa es tener treinta años y otra es que se noten pos Santiago.

IV

Que puta hora es? No, si yo soy el único imbécil capaz de llegar
una hora antes, cuando todavía está cerrado, esto es último. ¿Un café abierto? ¿Alguna huevá donde esconderme para que no me vean? ¿Por qué cresta no tomé desayuno? Claro, no tengo mucho calculo de los tacos a esta hora, pero tengo la leve impresión de que exageré. Haber, calculemos, cuantas vueltas a la manzana alcanzo a dar en 50 minutos. Por suerte hace frío, porque o si no estaría transpirando como buey.

Vuelta número 12, con 6 paradas para fumar en 47 minutos. ¿Habrá un record tan huevón? Ahí está el auto de don Miguel. Ahí está él bajándose del auto. Bueno, aquí vamos, a encontrarlo en la puerta.

Don Miguel, que gusto verlo.

El viejo me palmotéa lleno de sonrisas y me lleva del brazo hacia los ascensores.

- Pero que agrado verte Santiago, no sabes como he pensado en ti estos días. A ver, vamos por parte. Antes que nada te tengo que mostrar tu oficina. Y por favor, acá todo el mundo, desde Jorge Valdebenito para abajo me dicen don Miguel y estoy bien acostumbrado, pero usté no poh mijito. Usté de ahora en adelante me dice Miguel, a secas y si le cuesta mucho al principio, me dice profe, como antes, aunque suene a futbolista.

Miro la cara ajada de Miguel Etchaurren y se me viene a la mente un millón de ideas. Sus clases en la escuela, sus salidas histéricas, el viaje de curso a ver el proyecto de Londres, los cafés en su casa. Quien lo iba a decir.

- Ya Santiago, acá estamos. Este es tu piso mijito.

Miro al viejo con ojos de interrogación. Estamos en el piso 27, el último. Un piso que es el final de este edificio. Un piso que se vuelve un poco más chico y que es puro ventanal. Aquí siempre estuvo su oficina, pero ahora está todo completamente cambiado, casi vacío. Lo único que sigue igual son las estaciones de trabajo de los arquitectos jóvenes. Unas diez mesas separadas por paredes modulares. El siempre los quiso cerca, para meter la nariz como decía. Para oler el talento.

- Así no más mijito, me dice ante mi cara de sorpresa. Yo me fui pa abajo con los viejos. Ahora le toca a usté estar atento. Traté de despejar lo más posible para que puedas ir arreglando las cosas a tu gusto.

Don Miguel continúa con su brazo tomado del mío y me mira con una sonrisa triste. Yo trato de entender que mierda está pasando aquí, pero está claro que al menos por un rato no hay espacio para preguntas.

Caminamos hacia la que era su oficina. Al fondo del pasillo. La puertas de madera, con dos hojas, está abierta de par en par. Adentro su escritorio de siempre, una mesa de trabajo nueva y su cuadro de Matta que ocupa toda una pared.

Bueno Santiago, espero que no te importe que haya sacado algunas cositas?

Yo lo miro y me largo a reír. A ver profe, aro, aro, aro. Cuénteme donde está la broma. Una cosa ya rara es que usté me haya traído como socio, pidiéndome una cantidad de plata que sé que pah usté es ridícula. Pero creo que se le está pasando la mano. ¿Que voy a hacer yo en su oficina, con su escritorio y su Matta?

- Con el Matta, lo que quieras, pero a ti siempre te gustó más que a mi. Entre nosotros, yo lo tenía de puro snob. Con la oficina, bueno, con la oficina vas a preocuparte de que en 50 años más este lugar siga existiendo y se siga llamando Etchaurren & Cia. ¿Te parece poco? Te aseguro que a mi no mijito. A mi no.

Miré a don Miguel a los ojos y por primera vez pude distinguir en su mirada el miedo.

Este viejo nunca se casó, nunca tuvo un hijo, sólo logró construir está huevá y ahora, como los emperadores romanos, me está adoptando para que perpetúe su estirpe. Que increíble, recién ahora caché el jueguito y realmente me da pena. El pobre viejo se está mutilando para poder sobrevivir. Está entregando en vida su imperio. Apostando a mi juventud, a mi lealtad, a mi cariño, pero sobre todo a su buen ojo. Que increíble, por la cresta.

No se muy bien como reaccionar, pero Don Miguel me lo evita. Ya Santiago, ya sabes donde queda, ahora vamos abajo a que el rebaño te conozca. Deja eso aquí no más, me dice tironeando mi maletín. En un ratito más vienes a instalarte.
V

En la sala de reuniones grande están todos los arquitectos. Reconozco varias caras. Algunas de la Escuela, otros más viejo de cuando trabajé aquí. Todos me miran raro. Los más jóvenes con una admiración que a estas alturas no me enorgullece mucho. El resto con más reticencia, y los entiendo, no debe ser fácil. Menos para un huevón como Jorge Valdebenito que tiene casi sesenta años y que ha estado nominado tres veces pal Premio Nacional.

Señores, dice don Miguel carraspeando. La mayoría de ustedes ya conoce a don Santiago Valdés, por lo que no creo que sea necesario que hable mucho de él. Tampoco creo que sea necesario que les diga que este hombre es como un hijo para mi, porque a los hijos no se les elige y por lo tanto pueden salirte unos tontos como a cualquier hijo de vecino. Santiago, como ya saben, desde hoy se instala como socio de esta oficina y va a estar a cargo, por ahora, del proyecto de la costanera. Además, va a ser el nuevo cabrón del piso 27.

Miro la cara de los más jóvenes mientras escuchan y observo reacciones distintas. Desde sonrisas cómplices de un par de ex compañeros hasta expresiones de pánico, especialmente entre las mujeres. Muchos de estos cabros sufrieron mi genio como coordinador de proyectos de taller y los que no, se preocuparon de enterarse.

Desde el Lunes pasado, esta empresa se llama Etchaurren y Valdés. Pero eso queda entre nosotros. En los papeles no va a cambiar nada por ahora. ¿Queda claro?

Algunas cabezas asienten y otras ni siquiera se inmutan. Está huevá se me viene jodida, pienso, tengo que encontrar la manera de apearme bien o esto va a ser inmanejable.

Bueno señores. Ahora los dejo con Santiago.

Cresta, me digo, pa discursos si que no estoy.

Hola, bueno, como les contó Miguel ....

(cabezas se mueven ante el tuteo, los viejos están a punto de carraspear, esta huevá parece movimiento de sables, no me extrañaría que varios se fueran, no creo que se esperaran que el capricho del viejo viniera tan en serio)

Vamos a trabajar juntos desde hoy. Para mi es un gran honor integrarme a este equipo de gente, del que ya he aprendido mucho y del cual espero seguir aprendiendo. Quiero decirle a todos ustedes que necesito de su apoyo y de su talento y que estoy seguro de que lograremos continuar con esta obra es que es un poco de todos nosotros.

Aquí hay personas que me hicieron clases y otras que fueron mis alumnos. Creo que esa es una gran ventaja para todos, pues nos conocemos, en defectos y virtudes y eso permite que podamos ir sacando lo mejor de cada uno. Gracias por estar aquí y nos veremos.

Don Miguel me mira con un orgullo que no logra disimular y me palmotea la espalda. Un par de personas tímidamente bate las palmas y yo miro a Valdebenito con los ojos más humildes que encuentro. Él entiende mi súplica y se une. Esta huevá parece sacada de una película huevona, pienso. ¡Que mierda es esto!

Cuando la gente se empieza a ir, tomo a Valdebenito por el brazo y le pido que conversemos. El me sonríe con un poco de ironía y asiente. Lo demás es raro. Hablamos a calzón quitado, le conté sobre mis temores y confíe en su buena fe. El me habló de su pena. Me dijo que se sabía un huevón mediocre. Con oficio pero sin genio. Yo traté de retrucarlo, pero claro, es la pura y santa verdad. Mediocre y además cobarde. Mire que a su edad, con todas las huevás que ha hecho seguir de empleado. Con un sueldazo, con participación en todo, pero empleado al fin.
VI

Bueeeno, aquí estamos. La vista es realmente increíble desde esta altura. No pregunté si se podía fumar. Pero pa’ algo soy el jefe ¿o no? Ya, fumemos. ¿habrá algún cenicero en alguna parte? No, por ni un lado. A ver, ¿quien mierda será mi secretaría? Otro detallito poco. Al idiota tampoco se me ocurrió preguntar. ¿Será muy perno salir al pasillo a cachar? De más que sí, atroz de perno. Ahhhh!, pero que huevón, en el teléfono tiene que estar anotado. Claro, veamos. Puta la listita. ¿Secretarias?; ¿Secretarias? Claudia, secretaría 27, anexo 32, esta tiene que ser y si no, por último le pregunto.

Buenas tardes don Santiago, ¿se le ofrece algo? La voz suena con una cadencia preciosa, ojalá salve esta mina, pero más aún espero que sea piola, no hay nada más atroz que una secretaría parlanchina.

Disculpe Claudia, usted podría venir un segundo?

Por su puesto don Santiago, voy de inmediato.

Toc, Toc suena mi puerta que está abierta. Por el marco de madera se asoma una cara con anteojos.

Buenas tardes, pase por favor.

Permiso don Santiago.

La mujer entra y yo me quedo de una pieza. No debería estar permitido que contraten minas así. La famosa Claudita parece sacada de un comercial de ejecutivos gringos. Minifalda corta (pero no muy corta); apretada (pero no muy apretada), una blusa gris que dibuja unas tetas perfectas y un par de pezones de esos que, estoy seguro, se mantienen eternamente erectos.

Como está usté Claudia, le digo con una voz de seriedad que ni yo me creo, mientras agradezco para mis adentros la presencia de este armatoste de roble que oculta la erección que ya pasó hace rato de ser inminente

Yo muy bien don Santiago, es un placer conocerlo. La mujer se me acerca tímida, en una de las manos trae una libreta y en la otra un lápiz, se confunde entera y me estira la mano.

Lo más bien le digo, luego de casi rozar esos dedos. ¿Le puedo hacer una pregunta? ¿Podré fumar? Yo se que no es lo normal, pero me desespero un poquito sin nicotina.

La pobre mujer me queda mirando con ojos redondos y comienza balbucear.

Ehhh, bueno .... se supone que no, pero aquí don Jorge y don Javier fuman en su oficina, así que yo me imagino que usted con mayor razón pues dos Santiago.

Que alivio, pienso, osea, igual habría fumado, pero me tranquiliza no ser el único

Ya, a ver, entonces ¿Usted me podría conseguir un cenicero .... Claudia?.

Claro don Santiago, en la sala de reuniones hay dos grandes, parece que están de adorno pero por ahora se lo traigo y mañana le mando a comprar otro.

Un millón de gracias Claudia, pero no se preocupe, tráigame ahora uno de la sala de reuniones y mañana yo me traigo otro de mi casa, tengo cientos.

Claro don Santiago, le puedo ofrecer algo más. Un café o algo frío.

Tráigame un Whisky sin hielo por favor, le digo en broma, pero la pobre mujer se pone pálida y vuelve a tartamudear

.... Es una broma mujer, por favor, no, tráigame un café exprés sin azúcar y un vaso de agua mineral sin gas. A todo esto Claudia, sáqueme de una duda ¿Usted es mi secretaría verdad?

... La pobre mujer no quiere más guerra, Le noto en la cara que todavía no logra tasarme. Se nota que es una mina seria que no anda en hueveo, pero que tampoco quiere pasar por inadecuada para el pendejo huevón de jefe que le toco. Menos cuando todos comentan que desde ahora el cabrito corta más que el Big Boss.

Claro don Santiago, ¿no le avisaron? Me contrataron el mes pasado especialmente, pero yo se que usted puede querer cambiar de secretaria por lo que no se haga problemas.

Nooo, Claudia ¿de donde sacó que quiero cambiar de Secretaria?, además, ¿de donde voy a sacar a otra? No, si usted es mi secretaria, así va a seguir siendo.

Muchas gracias don Santiago, pero acuérdese que estoy a prueba, así que no se complique para nada.

Bueno, ya veremos eso en otro momento. Por ahora, quiero que me haga un memo para la gente que está trabajando en ..... no, sabe que no, les voy a mandar un mail yo mismo, ¿tenemos e-mail verdad?.

La mujer asiente. Claro don Santiago.

Se me acerca para mostrarme el funcionamiento del computador, pero yo me lateo de tantos servicios así que le hago un gesto de que puedo solito.

¿Y mi cenicero?

La famosa Claudia se va tratando de no darme la espalda, pero la oficina es demasiado grande como para recorrerla entera marcha atrás, por lo que no le queda más que dar la vuelta y regalarme una vista de su traste. Harto rica la tonta, me digo cagado de la risa, mientras la Claudita desaparece con su minifalda, su pelo tomado y sus dedos sin anillo. Santiago Valdés, primera nota mental: “NI EN BROMA HUEVÓN ”never put your pen in companies ink”, como dirían los gringos.

VII

Dios, al fin un cigarro, puta, como tres horas sin fumar por la cresta. Harto rica esta mina, quien habrá sido el graciosito que me la contrató. Don Miguel no, no la debe ubicar ni de cara. Bueno, por último siempre es una cosa agradable tener a una mina rica cerca, y me gusta que haya tratado de dejarme en mi lugar, lo último que quiero son complicaciones huevonas y evitables. Así está perfecto, las tetas, el poto, el cuello, todo en su lugar y todo bien lejos.

Que placer. Uno debería tratar de dejar de fumar la mayor cantidad de tiempo posible, sólo por el placer del cigarro con ganas. Prendo el computador. Nada nuevo bajo el sol. Lo típico, La última versión de Auto Cad, al menos, las anteriores ya se me han olvidado. Outlook Express. Igual antiquai el e-mail pero salva. E.mail interno – externo. Abrir libreta de direcciones..... No cacho na pos huevón, ¿a quien mierda le voy a mandar los mails? .... Citófono ..... 32 .... ya me lo aprendí ....Claaaudiaaaa ..... Siiiiii don Santiago ....... mándeme por e.mail la lista de los arquitectos que están en el proyecto de la costanera..... eeeee ..... don Santiago, la verdad es que .... bueno ..... eeee ...... dígame Claudia, ¿pasa algo? ..... es que .... don Miguel dijo que usted iba a armar el equipo .... Ya, está bien Claudita, no se preocupe usted .... me podría traer los planos del terreno y las especificaciones de la concesión ..... claro don Santiago .... pero .... es que están en su oficina sobre la mesa de dibujo .... ¿quiere que vaya a mostrárselos? No se preocupe, no creo que me pierda, le contesto con una ironía mal disimulada.

Me paro con el pucho en la mano y me acerco a la mesa de dibujo. Sobre ella, ordenados, los planos, las elevaciones y las especificaciones ... Los anillados con las bases de la propuesta y las consultas con sus respuestas .... que huevá más latera, me los voy a llevar pa la casa. Más allá, el proyecto con el que ganamos ..... si los huevones que deciden los proyectos cacharan algo .... aquí está la mano de Valdebenito .... con razón está tan choreado ... el proyecto era de él, aunque lo firma don Miguel .... Grande la huevá .... Veamos como viene la mano.

“Una ciudad entera pasa por allá, otra ciudad entera viene .... pasando allá también: otra viniendo, pasando. Casa, filas de casas, calles, millas de pavimentación, ladrillos en pilas, piedras.....”

No hay caso, hay huevones que saben decir las huevás. De otra manera, ni me acordaría. Que grande, la única huevá que recuerdo y se me viene así, de sopetón, porque estuvo bien dicha no más. .... Una ciudad entera, esa es la huevá, no sólo la franja que vamos a rellenar (Nota mental de Santiago; Acordarse de estas palabritas para motivar a la tropa de huevones. Igual no se van a motivar con eso, pero a mi me parece que hay peleas que vale la pena seguir dando.)

Como puede haber gente que no fume lucky corriente. No existe nada que se le compare, absolutamente nada .... Ya ... otra nota mental .... llamar a Valdebenito: el viejo huevón se tiene que conocer el proyecto al revés y al derecho. Táctica: Jorge – abrazándolo – entre nosotros, este proyecto es tuyo y así va a seguir en la realidad. Por supuesto yo quiero conocerlo bien, para que la cosa no se vea mal con Miguel, pero quiero que tu me recomiendes a tu grupo y que partamos desde tus bosquejos. Estrategia: No te parece que Menganito estaría bien en el grupo – claro Santiago – totalmente de acuerdo. Y, Jorge, mira estaba viendo, ¿no crees que esta altura compite un poquito con la Iglesia de la esquina? – claro Santiago, podemos verlo, ¿cuál es tu idea? – mira – (tomado el lápiz y rayando sobre sus planos), tal vez si partimos desde más abajo, y rematamos en un plano como el que tu propones, sería menos brusco.....

.... Y vamos a firmar los tres. No se puede ser tan culiao en esta vida. Uno nunca sabe las vueltas que da.... aunque me tenga que agarrar con Miguel, vamos a firmar los tres.... y ahora, pedir algo para comer y quedarme revisando los planos .... ¿mi porta minas? ¿mis lentes? ¡Que rica la silla! Voy a comprar una igual pa’ la casa ... ya compadre ... un, dos, tres .... empezó la huevaita .....

VIII

Don Santiaaagooo? La voz de la Claudita. – Dígameee, le grito desde la mesa de dibujo. Don Miguel pregunta si puede pasar – Pero claro, mujer, don Miguel no tiene que preguntar algo así!!! Como se le ocurre? – Es que el me dijo que le preguntara .... me dice con voz asustada ... si, si, que pase, no se preocupe .... le digo.

Pero mijito, usted no salió a almorzar y ya son las ocho de la noche .... yo miro la hora y pienso que la famosa Claudita o está haciendo merito o no tiene nada mejor que hacer quedarse hasta las 8 en la oficina.

Miguel entra hablando, como atropellando las palabras ... ¿Cómo va la cosa? Me dice metiéndo la nariz en mis dibujos. Yo me río y los saco de su vista. Puras rayas no más Profe, recién me estoy metiendo en la idea.

Claro, claro, Santiago, no te preocupes por mi. Que tal el primer día. Veo que con harto trabajado, tu no cambiai nuca cabro, si por eso me gustai tanto ... pero yo creo que por hoy es como mucho, ¿no?.

Si, le digo sacándome los lentes, pero cuando era alumno suyo no dormía en tres meses pa’ cada entrega.

No exageres tampoco cabro fresco. Me acuerdo perfecto que todos los giles llegaban con unas maquetas que les faltaba hablar y tú con un planito perfecto, pasado a tinta y con leyenda, y .... y un cartón con 78 cajas de fósforos y cientos de ramitas....

Claro, y con una cita de Pitágoras sobre la teoría de las esferas, le digo muerto de la risa ....

Si, puros cubos y tú con una cita sobre la armonía de las esferas ... y ... sabís que ... no se como lo hiciste pero yo veía curvas .... ahhhh, amigo mío, los buenos tiempos, no hay muchos como tú Santiago, no te confundas, ¿Sabías que tengo esa maqueta en mi taller de la casa?

No sabía que la tuviera todavía Profe, pero sí sé que me copio la idea para el proyecto del Arrayán.

Ahora es el viejo el que se caga de la risa. ¡Hay cabrito!, me dice despeinándome el pelo que ya está como charquicán de revuelto, ¿Por qué crees que hago clases? Pa’ plagiar a los huevones talentosos, ¿o tu crees que a uno se le ocurren todas la ideas así, del aire? Ya vas a ir dándote cuenta con el tiempo Santiago .... La imaginación tiene límites que sólo se conocen cuando chocas de hocico contra ellos .... ya ... ¿nos vamos? Claro, salgamos juntos, le digo al anciano, pero déjeme llevarme un par de cositas ....
13

No existen hombres primitivos sino recursos primitivos ....... El hombre evoluciona desde el nomadismo hacia la vida sedentaria por un acto que le es natural, que, que va .... que va de acuerdo con su naturaleza. Fíjense - mientras hablo voy mostrando mis rayas en los planos - esa naturaleza que lo lleva a estacionarse, es la misma de los objetos que lo rodean, ya sea porque los creo él, como recursos para sus necesidades o porque existen .... así, naturales, de acuerdo al mismo .... como decirlo ..... orden por el que nosotros existimos.

Se fijan, el azar es necesario, como es necesario lo previsto. ¿Cachan? Los temas, claro, los temas son los mismos y eso es lo que tenemos que encontrar, repito indicándoles los puntos del proyecto que he marcado en los croquis. Como decía ese viejo suizo, algo así como ..... abrir la puerta a la naturaleza es encontrar los rasgos que nos han movido a estar de este lado de la arcada ...... De la misma manera, el cubo, con su previsibilidad, con toda la racionalidad de su forma ..... de sus lados ..... de, ustedes pueden verlo - les digo indicando las formas geométricas que he ido incertando en el dibujo - es tan tema como lo es la luz del sol, la dirección de las sombras, la temperatura del lugar y todas esas cosas que no controlamos. Así .... miren, los dos aspectos ..... tienen que ir ..... moviéndose, jugando juntos, para que no se nos vuelvan en contra. Si no aceptamos que todo lo que existe es en parte fruto de un azar constante, entonces el caos se nos convierte en enemigo, y a ese si que le tengo miedo ....

Dejo de hablar un rato, creo que se me pasó un poquito la mano con mi discurso de entrada para el grupo de arquitectos más jóvenes, a los que les pedí que trabajaran conmigo en el borde mismo del proyecto. Son seis. cuatro hombres y dos mujeres. Los tipos me miran con cara de loco y las dos minas toman apuntes. No lo puedo creer.

¿Que estay haciendo? le pregunto a la que tengo al lado, mientras prendo un nuevo cigarrillo ante los ojos desorbitados de mi pequeña audiencia. Ella me mira aterrada .... tu crees que estamos en la Escuela?, le digo. No po’, deja de escribir y escúchame, y si te da lata, no se, dibuja chanchitos, ráscate la nariz pero .... no tomis apuntes de cada una de mis hu ... de mis voladas. La pobre cabra cierra la croquera apurada y me vuelve a mirar.

¿Usted estaba hablando de Le Corbusier, cierto?, me dice en un intento de reconciliación.

Yo la miro a los ojos muy serio. Charles – Edouard Jeanneret, le largo, agradeciéndole a los 8 años de la Alianza (antes que me echaran por mala conducta) poder hacer la broma sin cagarla con la pronunciación. La pobre me mira con cara de confusión absoluta, obviamente el nombre no le suena ni en pintura. Un compañero la codea y le dice al oído que ese es el nombre real del chato. Ella me vuelve a mirar y sonríe nerviosa. No sabía, que tonta, osea ¿sí fue Le Corbousier? Claro, le contesto sonriendo, o al menos algo así leí de este señor Jeanneret.

Bueno, ahora quiero que comencemos por parte .... y pueden sacar los cuadernitos si les parece ....

Tengo la siguiente idea que me gustaría conversar ... ven estas torres en el corte.....

Mientras hablo, en realidad desde que empecé a hablar, me he parado y sentado quinientas veces, he abierto planos, los he cerrado, he mostrado cortes, he dibujado líneas, y he fumado coma puta presa

.... Bueno, a partir de aquí nos toca declinar ... se fijan que al otro extremo hay casas .... yo echaría abajo las torres, pero no creo que nos aguanten así que vamos a tener que intentar hacerlas desaparecer del plano de alguna manera. Esa es la tarea pa’ la casa. Nos juntamos mañana a las 9 aquí mismo y traten de usar el mate más que los lápices ...

El grupo se mira desconcertado. Los entiendo, porque cacho como se trabaja aquí, el arquitecto a cargo les da todo listo, llegar y llevar y están acostumbrados a eso, pero conmigo no ... ni cagando, que se mateen no más, hay un par a los que le tengo harta fe ....

IX

Salí de la pega temprano. Viernes. Caminé por la calle sin ninguna dirección determinada. Primero por la costanera, hacia Santa María y desde ahí hasta El Puente Padre Letelier. La entrada del parque de las Esculturas. No pierdo nada. Un poco de pasto, el río y varios pedazos de arte, unos mejores y otros rotundamente malos. Al menos no perdieron el espacio, me digo, si esto es lo que hay, bueno, que más da, que lo muestren. Un poco de arte tirado al borde del río siempre es buena idea, más cuando en el dichoso río, otrora repleto de agua y mierda, ahora crece el pasto en la mitad y en cualquier momento se va a poder usar parte del terreno como estacionamiento.

Al llegar a la casa voy a contarle a la Celeste mi día. Las bromas con los demás arquitectos, alguna idiotez de Menchaca que siempre me sube el ánimo con sus chistes malos. La voy a tomar por la cintura y voy a sentir como su cuerpo se quiebra entre mis brazos y la voy a besar por un minuto largo. Después le voy a decir que comamos afuera. Ella me va a mirar con ojos de duda y tal vez decidamos no salir y quedarnos comiendo helado y haciendo el amor con la televisión prendida en el estudio. Se que la voy a besar, esa parte no está en discusión, y que mientras la tome por la cintura su cuerpo se va a quebrar por la mitad entre mis brazos y que sus caderas se van a adelantar en un gesto natural y su pubis va a rozar mis pantalones. Tal vez en ese momento decida proponerle la comida afuera o tal vez lo proponga ella. Tal vez sea yo el que la mire a los ojos y sepa que lo mejor es quedarse en la casa tomando helado y haciendo el amor con la televisión del estudio prendida, o tal vez cuando la bese y su cuerpo se quiebre por la mitad nos miremos y digamos al mismo tiempo “hagamos algo” y yo le proponga salir a comer afuera y ella me sonría y diga, ya, rico, ¿donde vamos? y yo le diga con seguridad, vamos a comer japonés y ella con una dulzura que me va a sorprender ... siii, me encantaría ..... y puede que yo tome la chequera que habré dejado en la mesa y las llaves del auto y le de una palmada cariñosa en el poto, sobre los jeans celestes y gastados y le diga, no te vayas a cambiar nada, no toques tu cuerpo, no te laves ni las manos, porque eres perfecta .... y ella me mire de nuevo con ojos dulces y se ría y me vuelva besar y diga te amo y tome un sweater que va a haber dejado sobre el respaldo de mi sofá blanco y se lo amarre a la cintura y salgamos haciéndonos cosquillas. Al llegar al auto, tal vez voy a hacer un gesto galante para abrir su puerta y ella se sentará corriendo, dando un salto para aterrizar sobre el asiento o tal vez no, tal vez bajada la escalera y ya en la calle, junto al auto, ella me quite de las manos las llaves y corriendo y dando un salto se va encaramar en el asiento del conductor y lo va a hacer partir y yo también muerto de la risa me voy a subir a su lado y le voy a decir, cuidado que ..... y antes de mi advertencia ella va a haber puesto primera sin cachar que el motor del auto es muy grande y al partir va a estar a punto de chocar la pared del frente, pero a ninguno le va a importar nada y vamos a llegar al Centro, al Japonés de Marcoleta y ....

y ..... Puta madre. Que tiempo que no lloraba así, como cabro chico, ¡por la gran mierda!. Tengo la cara roja, estoy seguro, y las manos llenas de lágrimas saladas y de mocos que se me caen de la nariz. Tengo tanta pena, tanta. Y no se, no se muy bien por qué.

Claro, hay razones obvias, como que si llego ahora a mi casa no va a haber nadie, porque la Celeste no existe en mi vida desde hace años y no sé ni siquiera si está en Chile. Porque, cuando abra la puerta de arriba y entre la luz de la calle, la puta luz me va hablar de ella, y la voy a extrañar como un huevón, como ya la estoy extrañando ahora, pero no estoy tan seguro. Es raro, tal vez no es la Celeste la que me pone así sino algo más amplio, una angustia más abierta. Tal vez es sólo que en esa casa enorme no hay nadie. No hay ni Celeste ni hay algún reemplazo de Celeste para llevarla a comer comida japonesa en un Jeep que tampoco tengo (porque no me he dado la lata ni el ánimo de comprarme un auto y sigo andando en taxi después de casi 4 meses en Chile). Porque en esa casa decadente no hay un carajo más que yo y mis cosas y mi vida y mi libertad y todas esas huevás que me hacen tan feliz cuando estoy de ánimo, pero .....

Pero que mierda, secarse los mocos y respirar. El aire está tan delicioso que ni me importa el Smog.

Cuando respiro profundo siento ese olor a invierno recién entrado y se me cuela la humedad del río y hasta el poco olor a mierda viene bien con este paisaje en que hace un frío ideal. Esa temperatura exacta que te permite sentir que tu piel existe, fría, tirante y un poco agredida por la brisa que la roza y que te hace sentir también que bajo ella tu sangre circula, llevando alimento y oxigeno a un organismo cansado por ..... por casi todo ...., tal vez, por tanta terminación nerviosa sobre explotada.

X

Decidí caminar hasta mi casa. Desde el puente Pedro de Valdivia, bordeando el río, hasta llegar al Parque Forestal y desde ahí derechito hasta que se me acaba el pasto y ataco por calles chicas. Son las nueve y media del viernes, la horita ¿no?. El frío se me mete por la chaqueta y el cuello de la camisa. Menos mal que tengo el pelo largo, pienso, o si no tendría el cuello congelado. Cuando llego a la esquina de Moneda con Manuel Rodríguez (la famosa Norte Sur), se me ocurre chequear los mensajes de la grabadora de la casa desde el celular.

“Hola, esta es mi casa, puede que no esté o que esté pero no tenga ganas de contestar, así que deja tu mensaje y tu teléfono. Si no quieres, di al menos hola” ...... beeeeeeeep ..... Marco acelerado mi código 323 ..... Un beeeeeeeeeeeep largo, ósea hay mensajes, beeeeep, beep, beep, tic tac, nada, algún tímido, beeeep, beep, “Santiago, no podís ser tan huevón con ese mensaje eterno, habla Jorge, oye son las 9 y cuarto, te paso a buscar a las 10 o llámame, tomémonos un trago, chao”,

beeeeep, beeeeep, tiquitiquitac, ruidos de rebobinar, beeeeeeep, nada más. Cuelgo más contento, miro la hora, las 9:37, llamo a Jorge, quedamos en que va a estar en mi casa a las diez, además me amenazó con sacarme del pellejo del culo mañana en la mañana para salir a comprarme un auto. No podís seguir abusando así de tu amigos huevón, no hay derecho.... Demás le digo, tenís razón, vamos mañana. Por mientras, pienso en que no tengo más alternativa que comprar el jeep con el motor más grande que encuentre. Claro, por algo hay que empezar y esa parte de mi fantasía es lejos más fácil que conseguir de vuelta a la Celeste.

XI

Ya compadre, hoy día es día de brujas. Hace cuanto tiempo que no te agarrai a una minita, me pregunta Pedro muerto de la risa. Yo no me río tanto, el cálculo me deprime. Así será po’, le contesto, adonde tenis planedao ir. Ya te dije huevón, día de brujas. Este país es muy recartucho, pero buscando se encuentra. Te tenis que vestir de negro o si no no nos dejan entrar.

Miro a Jorge y en efecto, está vestido de un negro riguroso. Camisa de cuello ancho, chaqueta de twid, pantalones de genero color azabache y un impermeable en el tono. Con razón andai con facha de pendejo Dark saco de pelota, le digo, no será mucho hueveo pa’ salir un viernes.

No huevón, me dice, está huevá a la que vamos es una movida altamente recomendada, no cacho muy bien la honda pero tengo la impresión que al menos honda va a haber de sobra.

Dame un minuto, le contesto, a ver que mierda de ropa negra me puedo poner. Entro a mi pieza y después de un rato corto salgo vestido de un luto estricto. Un polerón de cuello alto, pantalones de genero lustrosos, zapatos con un poco de punta y mi abrigo de cuero. Me miro en el espejo y me cago de la risa. ¿Estay seguro que esta fiestita vale la pena?

Mira, a mi me dijeron que era muy entretenida. Ahora, si no, nos vamos y listo, total es temprano. Ya po’ vamos entonces.

16

Nos bajamos del auto como un par de pendejos tímidos. La famosa reunión de brujas de Jorge queda en una casa piolísima en Ñuñoa. Al llegar, Jorge tocó el timbre y una voz femenina desde el interior le preguntó ¿busca a alguien? El huevón, con toda seguridad, le contesta, a dos gatos negros. Yo le pego un codazo y me da un ataque de risa nerviosa por la pendejada. Ya no estamos pa’ estas huevas, pienso, pero igual encuentro muy divertido este cuento. La puerta se abre ante mi sorpresa y entramos a un gran espacio con mesas y barra. El lugar está un poco obscuro, pero salvo ese hecho no hay nada fuera de lo normal en un bar, salvo que, en efecto, toda la gente está vestida de un negro riguroso, incluidas las meseras y meseros.

Entramos y nos sentamos en una mesa desocupada. De hecho en el lugar no hay demasiada gente. Muy temprano todavía, pienso mirando en mi reloj que son recién las 11 y media. A los pocos minutos se nos acerca una mesera enorme y preciosa. Como todos los concurrentes también está totalmente vestida de negro, con una falda que le llega hasta los tobillos, muy ajustada, y una blusa extrañísima, como si en lugar de costuras fueran sólo vueltas y pliegues. La mesera nos alarga la carta sin sonreír y se va de inmediato. Con Jorge nos miramos con una sonrisa cómplice y ambos dirigimos los ojos al traste de la chica que en realidad merece más que una mirada.

Bueno huevón, ¿que mierda tiene de especial este lugar? Le pregunto a mi amigo con toda la ironía de que soy capaz. Jorge me queda mirando y se ríe.

¿Que se yo pos huevón? A mi me dijeron que este es el lugar del momento y, chucha, había que venir a verlo ¿o no?

Yo miro a mi alrededor y encojo los hombros. Bueno, le digo, en realidad entre este y otro cualquiera, habrá un buen vino al menos. Mientras digo estas últimas palabras tomo la carta. Hay vinos. Puta la mierda cara, bueno que huevá, ya estamos aquí y los dos jetones vestidos de funeral así que aquí nos tendremos que quedar. Le hago un gesto con la mano a la mesera que está cerca.

Hola, ehhhh, tráenos, a ver, ¿te tinca un Sangre de Toro Jorgito? Como pa' estar a tono, le digo. Perfecto, démosle, me susurra mientras sigue ojeándole el culo a la mesera. Bueno, tráenos un Sangre de Toro y una tabla de quesos por favor. La mujer anota en una libreta y sin abrir la boca se aleja.

Puta la minita me dice Jorge. Te juro que pareciera que te va a pegar si le pedis algo. Yo la vuelvo a mirar. Puta compadre, esa mina está demasiado rica, te juro que me tiene loco. Entonces llévatela pos huevón me larga Jorge cagado de la risa. Yo lo miro serio. ¿Tu creís que no me la llevo? - le contesto -.

Jorge se tira para atrás en la silla con los brazos cruzados en la nuca. Viejito, me dice, esta no la hacís. Lo que querai te apuesto, pero esa mina no sólo no da la hora. Esa mina no existe viejo.

Yo lo miro de vuelta y se perfectamente que tiene razón, pero la verdad sea dicha, hoy como tantas veces no tengo un carajo que perder. Ni siquiera el mal rato, porque jamás me ha importado quedar como un huevón con una perfecta desconocida. Le alargo la mano. La cuenta de esta huevá a que me la llevo hoy día mismo. Jorge me queda mirando con cara de estafador y estrecha mi mano. Hecho compadre, pero por favor no te vayai a poner a llorar después.

Jorgito, quien nada hace, nada teme. Así que estos huevones creen que están en Halloween, le digo a mi amigo. Bueeeno, entonces vamos a ver hasta donde llegamos con esto.

Jorge me mira con cara de sorpresa. Es verdad, hace mucho que nada me entusiasmaba tanto. Me siento como un cabro chico encaprichado con un jueguete nuevo. Miro a esa mujer y no se, casi me angustio tratando de entender las cosas que me producen tanta inquietud en ella. Puta, yo se que si lo digo o hasta si lo pienso suena a filosofía, a rollo, pero no. Miro a esta mina con su falda negra apretadísima, la forma de sus caderas dibujándose nítidas, su pubis marcado contra la tela suave, la polera de laicra que va delineando su vientre plano y sus pechos cónicos y erectos. Por qué una mujer nos puede hacer sentir así, sin conocerla, sin saber nada de nada.

Alguna vez pensé que se trataba de algo más espiritual, más romántico. No es que ahora no crea en esas cosas, de hecho me hacen más falta que la cresta, pero me he convencido de que estas sensaciones son absolutamente animales. Osea, como dicen algunos doctos señores de bata blanca y pipa humeante, lo que me hace sentir así es la salud que emana de esta hembra. Mi organismo reacciona ante la posibilidad de aparearse con éxito. Lo demás, claro, ahí queda. Es cultural y la cacha de la espada, pero como decía, nada de esto es filosofía, porque de ser así juro que no estaría tan caliente con la famosa mesera.

Santiaaagoooo, compadreeeeee. Jorge me saca del transe que duró unos segundos.

Si, dime?

Na', huevón, dime un carajo. Te quedaste como idiota pegao. ¿Fumaste algo?.

No compadre. Estaba tratando de entender por qué se me paró el pico.

Jorge me queda mirando con cara de no cachar nada. No sabe si estoy hablando en serio o estoy diciéndole una huevá. Después de un rato larga una carcajada.

Sabís que es lo peor, me dice, que de verdad estabai pensando en por qué se te había parado el pico. Si vos soy incorregible huevón, realmente incorregible.

Desde atrás aparece de nuevo la mesera, con la botella de vino envuelta en una servilleta de genero negra, las dos copas y una tabla de quesos diminuta para el precio que cobran. Yo, por un segundo, me olvido de que la complicidad mental a la que llegué con su cuerpo no tiene ninguna base en la realidad. Por eso, por qué por un segundo lo olvidé, cuando se me acerca para que apruebe el vino, le sonrío como a una vieja conocida. Ella se quedo parada ahí, muda, sin hacer un gesto, totalmente aplastada por la cercanía de una sonrisa fuera de lugar, absurda casi.

Está perfecto, le digo sin haber casi probado un sorbo. Piensa en una carta.

La mujer me queda mirando con distancia. Ya volvió a tomar su papel a la defensiva absoluta.

Perdón. No te entiendo me contestó.

Que pienses en una carta mujer. Nada más.

Por qué?

Por nada, es un truco, ¿es noche de brujas no?

Si, claro, de brujas de verdad me contesta, no, me da lata empezar con una carta y sumale tres y dale al 36 y siempre es 9.

Flaca, please, una carta. Nada más.

La mujer declina un segundo, se cruza de brazos y me dice …. Ya. ¿Algo más?

Yo la miro para tasar bien su reacción y le digo, no, nada más, nos vemos.

Ella se da la vuelta y casi me tiento a no mirarle el poto de nuevo, aunque al final me arrepiento. Puta que rica le digo a Jorge cagado de la risa y con el humor repuesto. Mi amigo me queda mirando.

Así que estai matando ¿no?

Ya vas a ver amiguito. Ya vas a ver.

Pero a ver, explicame esa huevá de la cartita. Puta, si la mina tiene razón pos huevón. Estamos hedionditos para juegos de números.

Yo saco un papel en blanco de mi agenda y con la pluma me pongo a rayar. Reina de corazones. Me la dio en bandeja, pienso, un siete de treboles habría sido harto más difícil de adornar. Su cara, que cara más rara y linda. Es tan angulosa que me resulta de inmediato el parecido. Ahí está, en mis rayas, con su báculo y sus labios sin sonrisas. Reina de Corazones. Hago un gesto con la mano y llamo a la mujer que se acerca con cara de malas pulgas. Le extiendo el papel sin sonreír y con mi mejor voz de mago le digo ….. tu carta …. Era un regalo.

La mina mira la carta y se queda de una pieza. Por primera vez pasa de su frigidez de diva a una curiosidad más humana e ingenua de la que me esperaba.

¿Cómo supiste?

Juego de números, el 3 con el 6, se combina con el dos, se suma con tus ojos de hielo y da una reina de corazones negros.

No, explícame por favor, no puede ser.

Bueno, quieres probar de nuevo?

Si, por favor. Ya, ya pensé.

7 de treboles, que divertido, antes también habías pensado en esa carta pero te arrepentiste.

Oye, ya, dime por favor que no es cierto, osea, que no me leis la mente de verdad.

Para ser honesto no, para nada, me encantaría, pero no. Es sólo un truco. Ni más ni menos que eso. Igual al 3 con el 6.

No, na´que ver con los juegos de números, porque ahí hay una operación. Tu me adivinai la carta y nada más, cachai.

Por supuesto que cacho, yo soy el que lo hace, pero te juro que en realidad es fácil.

Síii, y me podis enseñar?

Difícil, yo le juré al que me lo enseñoooo …..

Porfa … te juro que no le digo a nadie ….

Ese es el problema, yo también juré que no le decía a nadie … osea, imaginate que si me estas pidiendo a mi que rompa mi juramento, con mayor razón vas a romper el tuyo. Pero bueno, relajate y de repente algún día.

La mina me queda mirando con ojos tristes. Sólo ahora me doy cuenta de que son de un verde muy oscuro, tanto que parecen negros. Igual me desilusionó, yo creí que la mina iba a ser más cool. Aunque de cerca cacho que no debe tener más de 20. Que raro, la mujer tiene todo para ser perfecta, pero no, le falta algo que no logro aclarar demasiado bien. No hay nada interesante debajo de la cáscara.

A mi con las mujeres me pasa algo bien jodido. Cuando pienso en ellas como seres humanos, digamos -asexuados- y mido la distancia con la que me enfrentan, entonces de inmediato tengo que sexualizarlas, es decir, volver a entenderlas desde su genero, porque si no lo hago me siento absolutamente en pelotas para relacionarme. Esa huevá, claro, es porque en el fondo de los fondos soy un machista de mierda y por lo tanto para mi la neutralidad sexual sólo funciona cuando al "ser" en frente lo puedo tratar como un simple ser humano sin sexo, lo que - culturalmente- es sinónimo de HOMBRE y siesque.

Que delicia como se le marca la falda a esta mina.

Por qué me mirai así, me estai tratando de hipnotizar? Me dice con una sonrisa que ya me choca, no quiero que sea buena honda, no quiero que sea fácil por la mierda, me da lata.

Santiago le contesto y ella me queda mirando con cara de loca.

Por que me mirai así …. Santiago. Ese es mi nombre.

Ella se vuelve a reir y mira hacia atrás, probablemente para ver si hay algún cliente nuevo al que atender o algún jefe que la esté mirando hablar demasiado con unos parroquiano.

Hola Santiago, yo soy Marina. Mientras dice eso me alarga la mano con un gesto de seriedad cuidadamente falso. Yo tomo sus dedos largos y me los acerco a los labios. Ella vuelve a sonreir.

Puta madre, demasiado fácil, por la cresta, que lata. Si no fuera tan tan rica juro que de pura lata arrugo.

Y tu Santiago, eres mago o dibujante? Me dice obviamente coqueteando.

Yo soy chileno, le digo serio.

Yo soy de Concepción, me contesta ella, y siento que se anontó un poroto. Buena respuesta.

Y …. A ver Marina, cuéntanos de que se trata este lugar tan especial.

La mujer sonríe con ironía. ¿Todavía no se dan cuenta? Dice mirando esta vez también a Jorge.

Yo miro alrededor, donde poco a poco ha ido llegando gente y me doy cuenta que, fuera de estar todo el mundo vestido de negro, hay unas 5 mesas en las que proyectos de brujas leen toda clase de suertes. Tarot, hojas de té, cartas astrales, y otras modalidades que no distingo desde aquí.

¿Así que por eso lo de las brujas?

Si, y también por la música, me dice apuntando a un escenario donde están terminando de instalar instrumentos y ya suena un par de acordes del teclado. Pongo oreja …. Si ….. obvio …. Goblins, están tocando la música de …. Ahhhh …. Esta película ….. eso es, Suspiria …el tema se llama "brujas" …. Ahhhh, que grande, le digo a la minita en voz alta …. GOBLINS, ¿no?

La mina me queda mirando con la boca abierta. Ahhh, si tu erís muy raro, me dice, no creo que cachis Goblins. Yo la miro con ojos serios, como si no entendiera su sorpresa. No te entiendo, osea, que tiene de raro que cache a un grupo que es bastante conocido?

Ya, me dice ella muerta de la risa. Mago, pintor y cachai a Goblins, osea, musho.

Que lástima le digo, de nuevo serio, no me gusta ser mucho o poco, prefiero ser suficiente, ¿no crees?

Mientras sigo hablando con la mina, estoy tentado a cagarme de la risa. Nadie puede ser tan barza en la vida. Jorge ya está a punto de agarrarse la guata, y pone cara de serio para no cagarse de la risa de mi. Pero, puta madre, está tan rica.

Oye, y tu dibujai siempre?

Me gustaría dibujar más, le contesto en voz baja, como si le estuviera abriendo el alma.

Cacho, me dice con ironía, un pobre artista que no se puede realizar.

Algo así, aunque en realidad me encanta lo que hago….. la mina mira para atrás de nuevo y me hace un gesto con la mano de que se tiene que ir pero que va a volver.

Yo vuelvo a mirarle el traste. Que cosa más rica. Miro a Jorge y el huevón me muestra el dedo medio. Eris un conchatumadre, me dice despacio y riéndose, me vay a ganar la apuesta hijoputa. Yo lo miro y encojo los hombros. Sabis que Jorgito, no se, me anduvo lateando la mina, yo pensé que iba a ser más, no se, más interesante.

Jorge me mira despacio y se pone serio. Vos estai buscando una polola huevón, o querís sacarte las telarañas. Vos me vay a decir que no te queris llevar a la cama a esa mina?

Sabís que, le digo, si la mina no fuera tan, pero tan rica, demás que arrugo, pero estoy cagao, yo pensé que estaba en serio fuera de las pistas pero las huenas huevas, la mina tiene que me para el pico sin ni pensarlo y esa huevá tira Jorgito.

Nos tomamos la botella entera de vino y pedimos otra, con más queso, mientras Jorge sonriente me advertía que ya no me iba a pagar esa parte de la cuenta. La famosa Marina aparecío dos o tras veces a saludar o a decir cualquier pesadez de esas que uno conoce a la legua como - no estoy lejos, estoy ocupada -

De repente Jorge mira la hora. La 1:30, igual temprano. Ya huevón, me dice, yo no quiero dejármela amarrada así que voy a irme donde la Angélica, le prometí que si me desocupaba antes de las dos me iba pa´allá. Aquí tenís las llaves de mi auto, yo voy a pedir un taxi, me pasai a buscar mañana a las 12 a la casa de la Angelita. Yo trato de decirle que no, que no es necesario, pero el huevón me cierra un ojo. Flaquito, yo no tengo atao, y además pago una fortuna en seguro, vos tenís que llevartela y hasta te doy el beneficio de la duda. Jorge agarra el teléfono celular y mientras llama a un taxi sacado de una de sus miles de tarjetas acumuladas en la billetera, me hace un cheque en blanco. Ya huevón, aquí esta el padrón, maneje con cuidado. Yo le sonrío …. ya viejito, mañana sin falta a las doce.